Lengua y humillaciones

Con mucha dificultad encontraríamos el ejemplo de un Estado supuestamente democrático que expulsara de su parlamento a un diputado por el hecho de hablar su lengua. Sin embargo, pasó la semana pasada en el Congreso español cuando el presidente de la cámara, Jesús Posada, llamó al orden y finalmente mandó afuera del recinto a los diputados de ERC Joan Tardà, Alfred Bosch y Teresa Jordà, una circunstancia que ya se había producido en un puñado de ocasiones (y que también habían afectado a Joan Tardà) cuando José Bono presidía el Congreso durante la VIII y IX legislaturas. Sólo este hecho ya confirma el fracaso del proyecto español como realidad plurinacional y, tal vez, de acuerdo con lo que he sugerido, como democracia.

 

La hostilidad contra el catalán también afianza la legitimidad de las aspiraciones secesionistas catalanas: los catalanes no podemos continuar en un Estado que no trata con igualdad la lengua de una de sus comunidades nacionales (la cual, además, disfruta teóricamente de un estatus de cooficialidad) de modo que en cada acto de represión de su uso se agrede no sólo la dignidad de la persona sancionada sino la de todos los hablantes de esa lengua. Sin embargo, que en 2013 todavía tengamos que denunciar estos déficits es una lacra que corroe España como modelo de convivencia pero, como a menudo ocurre en estos casos, es una muestra de las contradicciones, las debilidades y la irresponsabilidad del catalanismo político.

 

Si en algún momento de los últimos 30 años todos los diputados catalanes se hubieran plantado sistemáticamente para conseguir que el catalán se pudiera usar en las instituciones centrales, o bien ya se habría reformado el sistema en un sentido favorable al pluralismo lingüístico o bien el conflicto nacional se habría acelerado porque el carácter represivo y uniformizador de la España castellana se habría hecho más obvio, más injustificado y más insoportable. Pero la historia consiste en que sólo los diputados de ERC, y sólo de vez en cuando, han osado tensar la cuerda hasta el límite de la expulsión. Hay que poner de manifiesto la docilidad y la pasividad con la que han actuado con el tema de la lengua en el Congreso el resto de diputados elegidos por partidos que en algún momento han sido calificadas de catalanistas, un arco que comprende del PSC a ICV pasando por CiU, con la vergüenza que ha significado a veces alinearse sin fisuras a la prohibición del uso del catalán, intentar ridiculizar a los diputados de ERC por el supuesto carácter extemporáneo y freak de sus reivindicaciones y, en un ejercicio de autoodio abominable, contribuir a combatir la voluntad de hablar en catalán con más insistencia que un diputado castellanohablante como ocurrió en el caso de Teresa Cunillera del PSC, haciendo de asistente a Jesús Posada a la hora de buscar el fundamento legal en el reglamento del Congreso que permitiera censurar a Tardà. La actitud de los diputados del PSC en este aspecto y su servilismo lingüístico (como la de los de ICV) siempre ha sido lamentable si tenemos en cuenta que desde el ángulo de su supuesto ideal supremo, el federalismo, el monolingüismo en las instituciones centrales es la antítesis de los modelos de federación plurinacional que funcionan.

 

Durante mis estancias de investigación en Suiza, recuerdo que me impresionó el uso habitual y con plenos efectos de las cuatro lenguas oficiales de la Confederación (francés, alemán, italiano y romanche) en la Asamblea Federal, el Consejo Federal o al Tribunal Supremo Federal. Y aún me impresionó más que cuando interrogué a algunos diputados sobre cómo se organizaba el servicio de traducción en la Asamblea me dijeron que no tenían porque se suponía que los representantes del pueblo y, en general, los que accedían a las altas magistraturas tenían suficiente nivel para al menos entender las intervenciones en cualquiera de las otras lenguas oficiales que no fueran su lengua materna. La comparación con las instituciones españolas es escalofriante, no sólo por la prohibición sino también por la ostentación cafre de ignorancia que significa la falta de interés y el desconocimiento de las otras lenguas del Estado. En el caso del poder judicial sólo recalco que también la semana pasada Marc Belzunces anunció que interpondría un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque tanto el Tribunal Supremo como el Tribunal Constitucional no habían admitido sus recursos por haber sido escritos en catalán.

 

Pero, en cuanto al Congreso, la actitud de sumisión lingüística más abrumadora e incomprensible sigue siendo la de los diputados de CiU, que nunca se han dignado a levantar un poco más el tono de voz en defensa de la lengua, como de hecho todavía es hora de que mantengan una actitud de conflicto frontal con ninguna otra cuestión nacional. Y yo me pregunto, si hasta ahora han sido incapaces de plantear un conflicto con el catalán, ¿cómo serán capaces de sostener la enorme tensión que supone un proceso hacia el Estado propio? Y, aun en el supuesto de que el gesto soberanista se recondujera hacia una reforma constitucional, con la aquiescencia, como se ha insinuado estos días, de los otros grupos, ¿cómo se puede ni siquiera perfilar la posibilidad de la transformación constitucional si en 30 años han sido incapaces ni de reformar el reglamento del Congreso? (Y eso que acabo de decir también vale para los cantos de sirena que puedan proceder de las filas del PSC-PSOE). Es hiriente que las reacciones políticas siguen siendo las de siempre, incluso en un contexto de asedio contra la lengua como se volvió a evidenciar con la última decisión del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña contra la inmersión. Es totalmente intrigante discernir cómo se producirá un cambio radical si no hay ni siquiera un replanteamiento de los retos a corto plazo que podrían tener una respuesta sencilla y efectiva. Si continuamos haciendo lo de siempre, continuaremos como siempre, o peor.

 

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