¿A un palmo… de qué?

Una de las modestas aportaciones que he hecho a la historiografía de este país es haber dado a conocer en catalán a los historiadores posmodernos. Si ustedes repasan el índice del libro que hicimos compilar mi colega valenciano Vicent Olmos y un servidor, Les raons del passat. ‘Tendències historiogràfiques actuals’ (‘Las razones del pasado. Tendencias historiográficas actuales’) (Ed. Afers, 1998), lo constatarán. Encontrarán artículos de Frank Ankersmit, Philip Benedict, Roger Chartier, Natalie Z. Davis, Carlo Ginzburg, Georg G. Iggers, Giovanni Levi, Hans Medick, Edward Muir, Carlo Poni y Richard T. Vann. Un pléyade de historiadores con una «imaginación» desbordante que revolucionaron la historiografía mundial de mediados de los setenta. Esta historiografía adquirió fuerza y prestigio porque se rebeló, y ya sé que simplifico un poco, contra la visión dualista de la historia y del pensamiento que habían impuesto las ideologías omnicomprensivas de la modernidad. O sea, el liberalismo y el marxismo. En el fondo, el posmodernismo se rebeló contra las «teologías» intelectuales propias de los mandarines de la guerra fría. El posmodernismo defendió la hibridación, la cultura popular, la diversificación de la autoridad intelectual y científica mientras desconfiaba ante los grandes relatos sociales e ideológicos. Y de ahí surgió un concepto polémico, que llevado al extremo es sencillamente disolvente, y que se conoce como «giro lingüístico». Los historiadores posmodernos -pero también los filósofos y los sociólogos y los antropólogos- partían de la polémica sobre la construcción lingüística de la conciencia que enfrentó a Ludwig Wittgenstein con su maestro Bertrand Russell para argumentar que el lenguaje moldea nuestro pensamiento y que no puede haber ningún pensamiento sin lenguaje. Es de esta manera como llegaron a la conclusión de que el lenguaje crea literalmente la verdad.

 

De esta manera se inició una de las discusiones historiográficas más prolijas y efervescentes de la contemporaneidad: el debate entre verdad e historia. La discusión, sin embargo, ya no era tanto de tipo moral -sobre el juicio moral de la historia- como había pasado antaño, por ejemplo, cuando el célebre Lord Acton discutía con el obispo e historiador Michael Creighton sobre si las circunstancias atenúan o no los pecados. No, de ninguna manera. La discusión posmoderna sobre la verdad no era moral, aunque a la larga tuvo consecuencias innegablemente morales, especialmente por la expansión del relativismo, en sus dos variantes, el epistemológico y el ético. El primero defiende que no hay verdades universalmente válidas e independientes de la apreciación de los sujetos, el segundo niega que existan normas morales universalmente válidas. La consecuencia es que los posmodernos defendían que tanto el mundo del conocimiento como el de la moral dependen de condicionantes tan aleatorios como el interés individual o bien las costumbres culturales, que desde esta perspectiva no son parte de la tradición, naturalmente inventada, sino un pretexto para justificar la aceptación de todo tipo de prácticas, incluso las que descabezan la libertad de los individuos. Para entendernos, la famosa polémica occidental sobre la aceptación del hiyab islámico se inscribe en esta manera de entender la cultura. Los posmodernos, pues, reaccionaron contra la rigidez de los intelectuales militantes a la manera de Jean-Paul Sartre, cuyo empeño político llegó a cotas incluso delirantes, precisamente porque llegaron a la conclusión de que la verdad práctica que reclamaban los materialistas era, en realidad, una falsa verdad. Una mera construcción que ocultaba miserias del pretendido espíritu objetivo de las clases trabajadoras. Y volvemos a lo que he dicho antes sobre el lenguaje: todo es uno, pero el uno es múltiple, no dual, porque la experiencia narrativa multiplica las verdades.

 

Quizás me he puesto un poco demasiado filosófico si en realidad sólo quiero explicar algo muy simple. En el último artículo que publiqué en esta sección -elogiado y criticado a partes iguales-, reflexionaba sobre el espejismo que estamos construyendo entre todos con relación al proceso soberanista. Como ustedes ya sabrán, un espejismo es una ilusión óptica debida a la refracción de la luz en la superficie de separación de dos capas de aire a diferente temperatura. Ciertamente, el problema es la temperatura. Y la temperatura, en este caso, se convierte en representativa. O sea que forma parte del relato previo que nosotros mismos elaboramos para estimular el estado de ánimo o justificar las propuestas políticas que más nos gustan y que ya tenemos de antemano. Lo que tal vez ocurrirá (o sucedió, si habláramos de los hechos del pasado) se convierte en una certeza absoluta porque somos capaces de explicarlo, de representarlo, narrativamente. Una manifestación se convoca bajo la consigna de ‘Cataluña, nuevo Estado de Europa’ y acto seguido se interpreta que ya estamos cerca. Se ve que las cosas pasan porque las deseamos -o porque las subrayamos con un lápiz fosforescente-. El soberanismo catalán es rematadamente posmoderno. Y lo es cuando ya ha quedado demostrado qué males ha provocado el postmodernismo. La incredulidad ante las ideologías metanarrativas, que seguramente era muy necesaria para superar la tentación totalitaria, han comportado buñuelos teóricos y explicativos ahistóricos. Artefactos bellamente construidos pero que no se sostenían ni con los hechos ni con pruebas. ¿Estamos a un palmo de la independencia, por ejemplo? Personalmente, no tengo constancia. Puedo desearlo, puedo incluso proclamarlo, pero no puedo probarlo de ninguna manera. No se enfaden. Sólo he querido contarles mi verdad, que es mi duda. Y la duda fue la mejor aportación de la posmodernidad para superar la opresión de la modernidad sólida. ¿Saldremos de ésta? Tal vez, sólo tal vez.

 

 

http://www.elpuntavui.cat/