¿Qué explica mejor dónde estamos?

El proceso de transición hacia el Estado propio hace que tengamos al país muy descompensado. Si ahora mismo hiciéramos una radiografía, lo veríamos deformado, con algunas partes muy desarrolladas y apuntando claramente al futuro que se avecina, mientras otras aún se muestran inflexibles o miedosas, resistiéndose a aceptar los cambios que vienen. Creo que no es de extrañar ni como para inquietarse el que sea así. Los ámbitos más dinámicos y atrevidos, los que ya han asumido más decididamente los escenarios de futuro, son los que en el actual estado de cosas no tienen nada que ganar, o incluso mucho que perder, y que ven en lo que se avecina todas las oportunidades. En cambio, los sectores más resistentes al proceso son los que ven peligrar sus intereses derivados de las posiciones de privilegio que ocupan, y por los que los escenarios de futuro tienen un coste de oportunidad más grande en la medida en que les va la pérdida de las ventajas actuales.

 

Estas diversas velocidades de acomodación a los nuevos tiempos se pueden comprobar en todos los terrenos: tanto da que hablemos del sector de la comunicación, de los partidos, de la empresa, de las organizaciones patronales, sindicales o religiosas, de las universidades, de las ONG o de la sociedad civil. Y también se hace patente en el plano de las personas: periodistas, políticos, empresarios, sindicalistas, obispos, profesorado, líderes sociales o artistas e intelectuales. Cuando lleguemos a puerto, tendremos años de tranquilidad para que historiadores, economistas, politólogos, antropólogos, sociólogos y psicólogos relaten con todos los pormenores cómo se comportaron unos y otros, qué intereses defendieron, cómo contribuyeron a hacer posible el nuevo Estado y, lo que será más divertido, cómo al final los que más se habían resistido se adaptaron para intentar recuperar los viejos privilegios. Es cierto que el relato de la victoria intentará ocultar las tibiezas de unos o aguar las heroicidades de otros, según la distribución final de poderes. Pero, por si acaso, más de uno debería empezar a pensar como quiere quedar retratado en la foto final.

 

¿Hay quienes venden estas reflexiones tan vagos? Pues el hecho de que en un día tan significado como hoy, Sant Jordi, es imposible no darse cuenta del desequilibrio que existe entre, por una parte, la infrarrepresentación del soberanismo en los medios de comunicación -en relación a su fuerza en la calle y el Parlamento- y, por otra, la sobrerrepresentación del independentismo entre las novedades editoriales de la fiesta. Así, por un lado, si valoramos las líneas editoriales de los diversos medios de comunicación, las tomas de posición de sus conductores, colaboradores y tertulianos, en términos cuantitativos predominan las posiciones a las que repatea el proceso que o bien sólo ven pegas y carencias o bien muestran una prudente y calculada distancia. Por el otro, están los más de veinticinco títulos entre las novedades editoriales abiertamente a favor de la independencia -no me consta ninguno en contra-, que demuestran no sólo la intensa actividad reflexiva y analítica, sino el olfato comercial de las editoriales que saben bien qué pide el público lector.

 

Quiero decir que, si alguien quisiera tomar el pulso al país a partir de sus medios de comunicación, y de mucha de su intelectualidad, lo vería miedoso y dubitativo. Si lo hiciera analizando la producción editorial, lo vería brioso y vibrante. He aquí, pues, un ejemplo de la descompensación de la que hablaba: tenemos una calle lanzada explicada por unos medios mayoritariamente dubitativos. Y vosotros, de qué os fiéis más: ¿de los medios que dudan o de los editores que arriesgan?

 

 

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