Éxodo

Algunos lectores recordarán el largometraje de Otto Preminger basado en el bestseller de Leon Uris. Trata de la evasión de refugiados judíos detenidos en un campo en Chipre. Las autoridades británicas, para aplacar los árabes, impiden la inmigración judía a Palestina y retienen a cientos de refugiados en condiciones dramáticas en la isla. Los judíos son prisioneros, pero los ingleses mantienen la ficción de respetar la autoridad judía en el interior del campo. El Mossad Le’Aliyah Bet, una rama de la Haganah dedicada a promover la inmigración ilegal en Palestina, organiza la evasión de seiscientos refugiados. En el filme, el agente de la Haganah, Ari Ben Canaan, representado por Paul Newman, lleva a cabo el plan de evasión en las narices de la oficialidad británica, convencida de que los supervivientes de los campos nazis serán reconducidos en Alemania. En el momento de zarpar el barco Éxodo con rumbo a Haifa, las autoridades descubren el engaño y se disponen a abordarlo. Si no lo hacen es porque Ari amenaza de hacerlo explotar, lo que impactaría en la imagen del gobierno británico en un momento en que la cuestión judía es el centro de la atención en las Naciones Unidas. En estas condiciones los ingleses no se atreven a emplear la violencia, pero comunican al barco que lo bloquearán en el puerto, lo que lo convertirá en un campo de refugiados flotante. Ofrecen transportar a la isla a todo el que quiera volver. Mientras tanto, suministrarán alimentos y medicinas al barco detenido. La imagen británica queda salvada, de momento, y la situación de los refugiados agravada. De repente, se dan cuenta que se han metido dentro de una ratonera.

 

El genio político consiste en analizar correctamente la situación, tomar conciencia del peligro y decidirse por la opción con la mejor ratio entre ganancias y riesgos. Por eso, cuando la masa de refugiados reacciona con un golpe de genio y propone lanzar al mar la comida y comenzó una huelga de hambre, Ari impone un tiempo de reflexión para que todos midan el alcance de esta determinación. La resolución se mantiene, la comida es vertida por la borda, y pronto se produce la primera defunción, justamente la del médico que debía velar por los pequeños y los enfermos. La atención del mundo está puesta en el pulso entre un barco de hambrientos que quieren una patria y el Imperio Británico, que no quiere revuelo en Oriente Próximo. Las Naciones Unidas debaten si debe haber o no una partición de Palestina y, por tanto, un Estado judío. Ari juega bien sus cartas. Los ingleses acaban cediendo.

 

El lector ya habrá captado por qué he resumido el principal episodio de la película. El barco que el presidente Mas había varado en dirección a Itaca está bloqueado en el muelle con los pasajeros sometidos a un régimen de subsistencia y el capitán a un chantaje ideado para salvar la cara al imperio y romper la voluntad de la tripulación. Cuando quieran pueden volver al campo de internamiento autonómico. Mientras les ofrecen los medios de subsistencia más básicos. Un préstamo del fondo de liquidez, una relajación del límite de déficit, una parte del fondo de competitividad recalculado a la baja… avalan el talante comprensivo y dialogante del poder. ¿Y qué debe hacer el capitán, angustiado por la responsabilidad y por las vidas de personas que ya han sufrido excesivamente? En el filme, la solución la ofrece un jugador de ajedrez. Y ya hemos visto cuál era. Cataluña, el barco ramplón inmovilizado por el despliegue de los aparatos del Estado y unas políticas pensadas para romper la voluntad de acceder a una patria, tiene alguna opción de movimiento. Pero, como en el juego de ajedrez, la jugada pasa por sacrificar alguna pieza. Cabe agravar el impasse y multiplicar los efectos propagandísticos para forzar la salida. Se trata de que Cataluña se convierta en un tema mundial, conscientes de que el desenlace dependerá de quién gane en el terreno de la opinión. El cerco sólo puede romperse aprovechando el declive de la imagen del Estado para invertir la violencia de su embestida.

 

Mejor que aprobar unos presupuestos que agraven la miseria, sería tirarlos por la borda y dejar que se pudra la situación hasta que provoque el escándalo. Pero la responsabilidad es demasiado grande para que la asuma una sola persona. El presidente Mas tiene la obligación de negociar hasta el límite de lo que es negociable, pero no tiene ninguna de ceder al chantaje. La responsabilidad de un paso tan grave debe ser colectiva y basarse en un reparto de la carga que tome cuidado de los más débiles. La solidaridad hace milagros y puede inclinar la voluntad de los indecisos.

 

España nunca cederá si no paga un precio aún más alto por la inacción. Es cuestión de valorar el precio que un jugador y el otro están dispuestos a pagar, sin olvidar el tercer partícipe en la jugada: ¿qué precio pagaría la Unión Europea como árbitro de esta situación, si se deteriora hasta tensar las bases liberales de su democracia?

 

 

 

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