Contraargumentos

Todos los sermones sobre la desafección política se han fundido como un azucarillo cuando los ciudadanos, hartos de sentirse poco queridos por la política institucional, han tomado la iniciativa. Y, por si fueran poco las movilizaciones que está provocando la crisis económica por toda Europa, en Catalunya el despertar a favor de la independencia ha dado lugar al mayor grado de politización ciudadana que yo recuerde desde los primeros años después de la muerte del dictador y antes de que, ya a finales de los setenta, se empezara a producir aquello que el filósofo J. L. López Aranguren calificó de “desencanto”. Ahora, las redes sociales y los auditorios van llenos de política, y las conversaciones callejeras han dejado los chismes de la telebasura en un segundo plano para discutir sobre la corrupción política, sobre sueldos e indemnizaciones multimillonarias de los principales responsables del desastre o sobre las posibilidades de hacer o no una consulta soberanista. La política se ha instalado en cada rincón de este país, y a cada minuto se entromete en nuestras conversaciones.

 

Ahora, pues, la calle habla de política como nunca. Tanto o más que los mismos medios de comunicación, vistos en su conjunto, en una inversión de intereses sorprendente. Y se discuten argumentos y contraargumentos, que no son otra cosa que la antesala de las batallas políticas que se acabarán produciendo. Es en este terreno de la guerra dialéctica donde cada uno intenta determinar la agenda de los debates públicos donde me propongo aportar cuatro breves reflexiones en las líneas que siguen. Y la primera de todas es para hacer constar mi perplejidad ante aquellos que niegan toda ética –y épica– a los actores políticos y analizan sus decisiones en términos meramente instrumentales, atribuyéndoles un cinismo moral que no supondríamos ni al más sinvergüenza de los criminales. Pienso principalmente –pero no exclusivamente– en aquellos que dan a entender que el presidente Artur Mas convocó las elecciones del 25 del noviembre por meras razones de oportunismo político y que, vistos los resultados, ahora debería estar lamentando el error. No sé si en estos casos deberíamos aplicar aquella máxima de “piensa el ladrón que todos son de su condición”, pero el caso es que no tengo ninguna duda de que el presidente Mas asumió el riesgo de convocar aquellas elecciones ante la evidencia de que la calle había desbordado la política institucional. Aquel Parlament que se había constituido con las elecciones del 2010 bajo la expectativa de un hipotético pacto fiscal, había quedado superado y necesitaba una nueva legitimidad. Por cierto, una circunstancia que se repetirá de nuevo si se constata que el actual compromiso electoral para celebrar una consulta soberanista también es abortado por el Estado español y hay que dar nuevos pasos adelante.

 

El segundo frente de discusión del que voy a hablar es del que quiere afligir a los catalanes con las hipotéticas desgracias que conllevaría una futura independencia. Los argumentos del miedo, en estos momentos, en Catalunya dan más risa que asustan. Todo el mundo medianamente bien informado sabe que una Catalunya independiente sería un país mucho más próspero que la región maltratada fiscalmente que ahora es. La independencia tiene sus costes, claro está, pero sobre todo para los catalanes que disfrutan de privilegios en la España actual, aunque cada día son menos (los privilegiados y los privilegios). Pero en el balance final, no tan sólo está clara la magnitud del lastre que Catalunya se sacaría de encima, sino que la vecina España castellana también tendría la gran oportunidad de regenerarse económicamente sin la muleta catalana. Una muleta que, a la vez que la ha aguantado, ha sido la excusa perfecta para ahorrarse los cambios estructurales que necesitaba. Y si quieren un solo dato, vean la proporción de funcionarios entre la población activa en Catalunya y la de Extremadura o Andalucía.

 

Hay un tercer argumento que se suele esgrimir en contra de la “aventura” independentista, y que es la resistencia de Europa a aplaudirla. De hecho, si alguna cosa tendría que sorprendernos, precisamente, es la neutralidad –a la vez que el interés– con que Europa asiste a la pulsión independentista de los catalanes. Ninguna descalificación hasta ahora, y sí algunas tímidas tomas de posición a favor del derecho a decidir, eso sí, inmediatamente frenadas por una feroz acción diplomática española, que pronto habría que empezar a explicar con detalle. Pero que nadie se engañe: cuando Europa como proyecto global, pero también los diversos estados que la componen, hagan sus cuentas, descubrirán –si no es que ya lo saben– que sus intereses convergen con los de una Catalunya independiente. El mundo político y empresarial sabe que cuando hay que afrontar un problema muy grave, la única vía de solución es fragmentarlo, dando vía libre en las partes que se pueden espabilar por ellas mismas, y actuar de manera radical sobre la parte más dañada cuando ya se la tiene bien delimitada.

 

Finalmente, uno de los argumentos más contradictorios que circulan en el debate soberanista es aquel que afirma que “no nos darán permiso”, en referencia a la posible secesión. Esta actitud de sumisión denota hasta qué punto todavía estamos a medio camino del cambio de mentalidad que implica la superación actual de la tradicional “indefensión aprendida” de los catalanes, una condición psíquica que hasta hace poco se manifestaba en las habituales actitudes victimistas. Ahora ya sabemos que la dependencia no es un estado natural, no es una fatalidad, pero hay quien todavía cree que la independencia te la tienen que conceder. Y la cuestión no va de permisos, sino de radicalidad democrática. Porque, vamos a ver: ¿quién era el guapo que cuando el independentismo era minoritario afirmaba que cada vez que íbamos a votar ya nos autodeterminábamos? Pues a este valiente le tomamos la palabra para la próxima vez que vayamos a las urnas.

http://www.lavanguardia.com/20130501/54371688102/contraargumentos-salvador-cardus-i-ros.html