‘Nació i identitats. Pensar el País Valencià’

Prólogo de Joan Francesc Mira

 

Sobre la pérdida acelerada de las referencias colectivas propia de la gran crisis valenciana del barroco, la derrota manu militari del XVIII implicó -mucho más de lo que ocurrió en Cataluña o Mallorca- la ruptura de la valencianidad, es decir los vínculos internos que definían nuestra sociedad como sociedad diferenciada. La abolición de las instituciones públicas, pero también del derecho, incluso del derecho privado, la acción punitiva de la corona y de la iglesia contra la lengua del país (que limitó decisivamente su rol como vehículo de cohesión comunitaria), desguazó e incluso aniquiló civilmente la cohesión de la sociedad valenciana en vísperas de la formación de los estados contemporáneos.

 

Alfons Cucó, ‘¿Qué espacio nacional, qué espacio político?’,  Valencia, 2011, p. 11

 

Hablar de este concepto, realidad, sentimiento o fantasía que solemos llamar «identidad» no es ciertamente materia de metafísica y de ontología, ciencias remotas, ni del ‘to be or not to be’ de la tragedia, sino de alguna de esas cosas que, mal resueltas, pueden llegar a hacernos la vida más difícil de lo que debería. Como las adscripciones políticas, ideológicas, religiosas, territoriales, lingüísticas, culturales, nacionales o locales, que raramente se combinan armónicamente para producir la paz de los espíritus y el descanso de los cuerpos. El hecho, en todo caso, es que, en este campo y materia, unos tienen, o tenemos, bastantes más conflictos y dificultades que otros. Será por eso que a menudo me da un poco de envidia la gente que parece que no tiene las dificultades que yo tengo: a menudo me gustaría ser japonés, o sueco, o portugués, o algo así de limpio y sencillo. O incluso un buen francés de Francia o un español de España, o alguna de tantas denominaciones que, de entrada, no te obligan a pensar ni a elegir: está todo claro desde el principio, está todo dicho y hecho, qué descanso no tener que pensar en ello cada día. Parece que una mayoría grande de los valencianos no tienen tampoco este problema o dificultad: se afirman españoles en santa paz y quietud, según todas las encuestas, y aquí se acaba la historia. Parece también que una pequeña minoría, muy pequeña, se afirman simplemente catalanes, piensan que es muy sencillo, y así van tirando. Y finalmente otra minoría, no sé si grande o pequeña, nos pasamos el tiempo llenos de perplejidad: si yo, por ejemplo, dijera que, como escritor, mi patria es la lengua catalana, que, como ciudadano, mi país es el Valenciano, y que mi nación cultural puede ser más extensa que mi nación política, no sé si la combinación sería demasiado complicada. Ser vez esto y aquello, y quizá lo otro, puede resultar difícil, pero también, a menudo, es más entretenido.

 

Ya se sabe que todo espacio de identidad colectiva (si no tiene un perímetro material muy visible, como un pueblo pequeño o una ciudad amurallada) es sobre todo un espacio imaginado. Que no siempre significa imaginario. Imaginado, quizás, pero existente. Y la primera pregunta podría ser: ¿qué era, qué existencia tenía el País Valenciano a finales del siglo XIX, por ejemplo, cuando la historia contemporánea ya había avanzado lo suficiente como para formar un cuerpo de ciudadanos que más o menos participaban en la vida pública, y cuando en toda Europa los pueblos ya habían construido o estaban en camino de construir sus propios espacios de definición y de decisión? Ciertamente, el espacio valenciano no había que «imaginarlo»: comparado con otros espacios del centro y del este de Europa, indefinidos o de límites variables, no era poca cosa, en nuestro caso, la existencia de un reino medieval bien delimitado y de muy larga duración, más la estabilidad y continuidad del nombre y del territorio, más la pervivencia muy mayoritaria de una lengua con tradición institucional y culta. Con materiales mucho más inciertos que éstos, otros (eslovenos, rumanos, eslovacos, macedonios, estonios…) han construido naciones de hecho y de derecho. Hay que partir, pues, de un hecho que ahora no nos detendremos a analizar: los materiales valencianos, que eran reales y estaban disponibles, no fueron aprovechados en aquel momento crucial para construir una «casa propia», ni en la práctica política, ni en la construcción ideológica, ni en la producción y difusión de una imagen proyectada y atractiva. Entre otras razones, porque las condiciones históricas de los siglos XVI al XIX ya habían provocado la progresiva identificación de los sectores dominantes del país con la españolidad -ideológica, política, cultural y lingüística- como forma propia de la vida civil y nacional de los valencianos.

 

De hecho, la ideología nacional española es la única que ha tenido durante la mayor parte de la época contemporánea, y casi hasta nuestros días, una circulación extensa y permanente: la única que construyó y proyectó de manera eficaz una representación nacional, valorada y positiva, en capas cada vez más extensas de la sociedad valenciana. La «otra ideología» simplemente no podía hacer lo mismo: no tenía ni los recursos, ni el poder, ni la decisión. Como máximo, podía resistir o crecer en algunos núcleos reducidos: simplemente sobrevivir. En estas condiciones, es evidente que los obstáculos a la existencia del país (una existencia que es sobre todo conocimiento y «reconocimiento»: ‘esse est percipi’, como decían los clásicos, ser es ser percibido) acumulaban implacablemente. Incluso la realidad del territorio histórico dejó de ser percibida como espacio común de lealtades compartidas, y con la carencia de esta percepción era imposible que fuera adoptado como espacio básico de la acción colectiva, los movimientos sociales, de la actividad política y de la producción y difusión de cultura. El País Valenciano, por tanto, en ese momento histórico decisivo, no se construyó en la conciencia de la mayoría, o de una parte significativa y decisiva de la población (tal como sí lo hizo en Cataluña, por poner el ejemplo más cercano), como la comunidad moral de nombre, identidad y lealtad sin la cual no puede existir una sociedad de carácter nacional.

 

Es cierto que, a pesar de todo, el valencianismo prenacional o plenamente nacionalista, ideológico, cultural y político, no es una fantasía retroactiva que ahora nos inventamos para apelar a una mínima legitimidad histórica: existió, durante el primer tercio del siglo XX… pero existió poco o de manera social y políticamente poco eficaz. Quiero decir que su existencia (la presencia de una idea, de un proyecto de país, una representación autónoma y antagónica de las imágenes dominantes) no pasó nunca de círculos relativamente reducidos y con escasa capacidad de penetración fuera de la capital y de pocos otros lugares. Un carácter minoritario que se mantuvo sustancialmente durante la breve efervescencia de los años de la República. Aún así, es cierto que en 1936 el valencianismo político había obtenido ya los primeros éxitos importantes -un escaño en Madrid, cinco concejales en Valencia…- y que en julio del mismo año todos los partidos del Frente Popular habían asumido la reivindicación de un estatuto de autonomía para el País Valenciano (con este nombre, «País Valenciano», adoptado ya por las fuerzas democráticas), pero todo fue demasiado corto, demasiado rápido y demasiado condicionado por la política general española. Vino el alzamiento militar, pasó la guerra civil y, cuando llegó el franquismo, encontró poco valencianismo serio por reprimir o perseguir, poca identidad valenciana para neutralizar, poca cultura nacional para anular, y poco país para destruir. De hecho, con los cambios formales que representan el fascismo y las expresiones ideológicas o rituales de la dictadura, el españolismo franquista no fue sustancialmente diferente de la ideología nacional que ya había dominado toda la historia contemporánea del País Valenciano.

 

Y lo que ha venido después, en este campo, especialmente a partir de los años sesenta, es en buena medida una historia diferente: un conflicto de posiciones políticas, de intereses a menudo no del todo claros, y de ideologías nacionales. En la historia del valencianismo reciente, en los últimos cuarenta o cincuenta años, los llamados «catalanistas» quizá hemos practicado un exceso de apriorismo y de racionalismo metódico, y quizás hemos descuidado también en exceso determinados sentimientos colectivos, algunas emociones a flor de piel y algunos emblemas de identidad que les sirven de vehículo y de expresión. Porque, por muy superficiales -no siempre lo son tanto- que parezcan estos emblemas, su potencia es extensa y real. Esto es parcialmente cierto, pero es más cierto aún que, en el otro lado, ha habido un abuso permanente de estas mismas emociones, una apropiación en exclusiva de los signos de la valencianidad , y un rechazo a plantear algunas de las expresiones del conflicto -la lengua, la bandera, el nombre…- en términos mínimamente reducibles a una actitud racional. Todo, obviamente, dentro de la continuidad de la más rigurosa ideología nacional española. Pero la ideología del anticatalanismo radical, basada en la negación de las evidencias más elementales de la filología y de la historia, va más allá de una simple afirmación política: es la expresión de formas de pensar y de actuar, incompatibles con un uso ordenado de la razón, incompatibles con lo que Europa definió como modernidad. Es legítimo y explicable que gran parte o la mayor parte de los valencianos no se sienten catalanes ni quieran serlo: la historia es la que es, y del siglo XV o XVI hasta ahora han pasado quinientos años y muchas cosas. Pero no es legítimo (racionalmente) el uso constante de instrumentos prerracionales para dar curso a un anticatalanismo que a menudo aparece como ideología aglutinadora de posiciones muy diversas. El recelo anticatalán ha sido, y todavía es, un componente invariable del sustrato más profundo del españolismo militante (castellanoespañolismo, en realidad), y el anticatalanismo valenciano es -con componentes y orígenes específicos- una expresión de esta ideología: la que determina el pensamiento político y las actitudes culturales de gran parte de la derecha valenciana, incluso, o sobre todo, cuando se presenta como apasionadamente regionalista. Y que condiciona también las actitudes de gran parte de la izquierda mayoritaria. Pero el «conflicto valenciano» no es únicamente un enfrentamiento de identidades o definiciones: es también un conflicto de actitudes básicas ante la vida social, de la cultura y del mundo mismo de las ideas. De estas actitudes, una es homologable con lo que entendemos como los estándares civiles europeos, y la otra no. Una se corresponde, por así decirlo, con el modelo holandés, la otra con el modelo serbobosnio. Y en cuanto al futuro previsible, no estoy del todo seguro de que el modelo holandés -que está hecho de civismo, racionalidad y tolerancia- sea el que adoptará globalmente la sociedad valenciana. Sobre todo, visto el ejemplo que dan sus dirigentes, empezando por los políticos.

 

En cualquier caso, las naciones (definidas de una manera o de otra, con unos referentes de identidad u otros) son el hábitat propio de las sociedades modernas dentro de un hábitat universal compartido, o más exactamente son la forma moderna de habitar el mundo, y eso es ineludible. Al menos, hasta que no se invente otra forma de «estar en el mundo», sustitutoria de esta e igualmente universal. Pero no veo ninguna señal de que esté próxima la aparición de ámbitos de identidad equivalentes y sustitutos de los que ahora son percibidos como nacionales: complementarios sí, pero sustitutos y equivalentes, no. Otra cosa es que todos nos encontremos, o no nos encontremos, cómodos, repuestos y pacíficos, en la nación o el trozo de nación que nos ha tocado. Y que nuestro mapa, frontera y Estado, sean un espacio estable o inestable, hecho o a medio hacer, tranquilo o conflictivo. Supongo que son más felices los que tienen la nación en paz -aunque sólo sea porque tienen un problema menos-, pero quizá a nosotros no nos ha tocado esa felicidad. Nos queda el deber, o la pasión, de seguir buscándola.

 

Joan Francesc Mira

 

Castellón, marzo de 2013

 

Prólogo a ‘Nació i identitats. Pensar el País Valencià’

Editorial Afers

 

 

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