La Europa de los derechos

Cada vez parece más claro que los estados integrantes de la Unión Europea no reciben con entusiasmo la idea de una secesión no consensuada en uno de sus miembros, que difícilmente darán cobertura al proceso de independencia de Cataluña y, aún menos, aceptarán el adhesión automática del nuevo Estado prescindiendo de las presiones y del veto españoles. Después de la manifestación de la Diada del 2012 y del supuesto giro soberanista de CiU estaba en boga la ilusión, por otra parte nada realista y muy propia de los catalanes poco acostumbrados a lidiar con las cuestiones de poder, que si España se empeñaba en impedir la expresión de la voluntad independentista catalana siempre se podría recurrir a pedir «el amparo europeo». Qué instituciones en concreto servirían para brindar este amparo era un factor que no se acababa de perfilar nunca (¿la Unión Europea? ¿Su Comisión? ¿Su Consejo de Jefes de Estado y de Gobierno? ¿Su Parlamento?). Ni tampoco las consecuencias de esta mediación (la secuencia ideal quizás se creía que consistía en forzar a España a autorizar un referéndum de secesión y a aceptar el resultado así como fomentar la pertenencia del Estado catalán en la Unión al día siguiente de la proclamación de la independencia ). El realismo debería aconsejar reconocer las enormes incertidumbres que dominan la proyección internacional del gesto soberanista, sobre todo ante la apuesta (que también se podría poner en cuestión) de asegurar la continuidad de Cataluña en la Unión y la plena aplicación de todo el derecho que deriva de esta organización. Domina la incertidumbre porque ante el vacío jurídico la decisión que se tome será exclusivamente política y dependerá de las instancias que tienen la última palabra en el proceso de integración: los estados miembros, «los señores de los tratados» por decirlo en palabras del tribunal constitucional federal alemán. A esto hay que contar, como hemos dicho, que habría uno de los Estados miembros, el Reino de España, que si no cambian mucho las cosas estaría en radical oposición tanto de la separación de uno de sus territorios como de la pertenencia de esta nueva entidad al club europeo y la razonable preocupación que exhibirían los otros estados no sólo por el hecho de que un proceso de estas características se reprodujera dentro de sus fronteras (unas inseguridades territoriales que no sólo afectan a estados periféricos como Chipre o Rumanía, sino también, como los catalanes deberíamos saber bastante bien, a Francia o a Italia) sino sobre todo por la bomba de fragmentación que supondría para el proyecto europeo un «resto de España» al borde del colapso económico y social.

 

Así como la complicidad europea puede ser escasa en la demanda catalana de integración, las instituciones continentales sí se encontrarían en condiciones de ofrecer mecanismos de protección si la reacción española fuera muy agresiva. Cuanto más se tambalee la integridad de los derechos individuales con el pretexto de la defensa del sistema constitucional estatal, más posibilidades hay de intervención ante algún foro europeo en un sentido que censure la actuación española y refuerce la legitimidad de la pretensión catalana. La Unión Europea no tendría demasiados problemas en aceptar que una parte de su territorio quedara excluida del mercado interior o de la unión monetaria, pero si en su corazón se ponen en cuestión los principios de paz y seguridad y se vulneran sistemáticamente derechos fundamentales, una crisis de estas dimensiones arruinaría el proyecto europeo en su conjunto y significaría el fin de la «unión más estrecha entre los pueblos» que se ha querido construir desde la II Guerra Mundial.

 

Pero la reivindicación que denuncie los graves déficits democráticos españoles ya se podría empezar a prefigurar sin necesidad de llegar al capítulo dramático en el que se prohíba la consulta soberanista. Los gobiernos y las instituciones europeas, empezando por el gobierno de la República Federal de Alemania, deberían tener noticia y ser inducidos a reaccionar ante agujeros negros que carcomen la legitimidad democrática española inaceptables en un contexto europeo. Por ejemplo, más que presentar la posición catalana a través de la injusticia que significa el déficit fiscal, parece más efectivo explicar que nos queremos escindir de un Estado que conserva y subvenciona la Fundación Francisco Franco y mantiene el Valle de los Caídos.

 

El reportaje repulsivo emitido la semana pasada en Telemadrid en el que se comparaba el proceso de la consulta con las estrategias de propaganda del nazismo es discurso del odio, banalización de los totalitarismos e incitación a la discriminación. Los eurodiputados Ramon Tremosa y Raül Romeva quizás harán alguna intervención ante el Parlamento Europeo en este sentido, pero sin duda sería más contundente empezar a diseñar el conflicto en términos jurídicos y, aunque esto signifique tener que sufrir primero una sucesión de humillaciones ante la jurisdicción española, presentar el problema en el marco de las instituciones que fueron originalmente concebidas para defender la democracia y los derechos: el Consejo de Europa y, en particular, el sistema del Convenio Europeo de Derechos Humanos interpretado y aplicado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

 

Hay que hacer entender, en definitiva, que la causa catalana es sobre todo una causa de democracia y de derechos porque ésta es la única oportunidad que tenemos de prevalecer en un contexto europeo que ha costado muchos siglos en civilizar y consolidar y que, por primera vez, permite que los débiles puedan tener voz.

 

 

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