Después de la Cataluña dual

Entre la agitación interna que arrastran tanto CiU como el PSC y el cambio de hegemonía social en Cataluña hay una relación directa, de causalidad. Las convulsiones también se deben a factores internos: disputas entre sectores o familias, relevos en los liderazgos, reorientaciones de estrategia… Pero la razón de fondo, la mutación que ha liquidado el viejo bipartidismo imperfecto de la Cataluña dual, ha sido la emergencia poderosa de una nueva centralidad social, de una nueva conciencia colectiva mayoritaria.

 

Mientras la vieja jet set burguesa de los años de la Transición ejercía su influencia y dominaba, haciendo ver que tenía algún proyecto y que actuaba como clase dirigente, en Cataluña se configuró un mapa bastante estable de cinco partidos. Debilitada el empuje inicial del PSUC y acabada de soldar la coalición CDC-UDC, el sistema catalán de partidos se organizó alrededor de dos aparatos predominantes (CiU y PSC) y tres formaciones menores (ERC, ICV, PP) que aspiraban a ejercer de terceros, a hacer de bisagra o arrastrar hacia el catalanismo, hacia la izquierda o hacia la derecha la posición de los más grandes o la correlación de fuerzas resultante. De hecho, hasta el cambio de siglo, la CIU de Pujol -y de Roca Junyent- dominó electoralmente el país porque pudo ocupar un espacio social central y presentarse como el voto útil y pragmático del catalanismo. Y el PSC, mientras tanto, con un peso electoral equivalente, ejercía de gran formación de las viejas y nuevas clases trabajadoras, enarbolando un catalanismo menos identitario y más social que le permitía mayorías confortables en las áreas metropolitanas e industriales. Aunque todo era bastante más complejo que este esquema, hasta comienzos de siglo el paisaje político se articulaba alrededor de la doble hegemonía que ejercían CiU y PSC, que procuraban monopolizar, respectivamente, las ideas fuerza del catalanismo bienpensante y de la izquierda fiable que podía gobernar. Tanto era así que cuando la ERC de Carod quiso reivindicar la existencia de un espacio central nuevo, que quería combinar radicalidad catalanista y izquierdismo, vio como el término que hacía fortuna para explicar aquella política era el de la equidistancia. Equidistancia, evidentemente, respecto a los dos polos dominantes: en la Cataluña dual.

 

¿Qué ha pasado, pues, desde aquellos momentos? Desde el punto de vista del juego político estricto, se han sucedido los relevos en el gobierno de la Generalitat; han aparecido nuevas formaciones con capacidad de ensanchar el abanico de opciones y de obtener representación parlamentaria, y ha crecido el protagonismo de organizaciones y movimientos que se han convertido en actores políticos relevantes al margen de los partidos. Esta fragmentación del espacio político ha ocasionado inevitablemente el debilitamiento de los más fuertes. En grados y ritmos diferentes, todas las formaciones del sistema de la Transición han sufrido en los últimos años alguna tensión interna, alguna escisión, alguna crisis, alguna caída electoral. Pero, como decía al principio, el factor de cambio que lo ha cambiado todo ha sido la emergencia de una nueva hegemonía ciudadana y su efecto más visible: la inclinación del catalanismo autonomista hacia el soberanismo.

 

PSC y CiU, las dos fuerzas políticas que habían mostrado más habilidad a la hora de buscar y encontrar el centro de la sociedad, de acomodarse y de obtener réditos electorales, han tenido graves dificultades para identificar la transformación de este centro y para acortar su propio tiempo de reacción y respuesta.

 

Artur Mas, después de muchas vacilaciones, ha terminado liderando un giro en CiU que le ha permitido in extremis no perder completamente el ritmo y el sentido de la metamorfosis social. Vio cómo disminuía su mayoría y tiene que aguantar el ruido de Duran y algunos notables. Pero sin el cambio de rumbo de hace ocho meses, todo habría resultado mucho peor; también electoralmente. El caso del PSC es más grave. Ha quedado alejado de la corriente principal del catalanismo. Ha dejado de ejercer de vanguardia modernizadora y activadora de conciencias en sus feudos habituales. En vez de denunciar el españolismo excluyente, recicla la propuesta federal para mantener gastadas ambigüedades. Pide neutralidad a los demás para disimular que no tiene proyecto propio. Ciutadans y PP le pellizcan reductos unionistas. Entre este PSC desconcertado y el de Maragall, Obiols, Nadal, Castells o Tura hay una distancia sideral. Sólo un aparato desconcertado, que no reconoce el nuevo centro social, subordinaría el derecho a decidir del pueblo catalán a una legalidad concebida para impugnarlo.

 

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