Podemos salir

Probablemente, la pregunta que más frecuentemente nos hacemos en las últimas semanas los unos a los otros es ésta: «¿Saldremos?» Una pregunta breve, en la que un modestísimo pronombre débil contiene de manera implícita toda la fuerza y todo el dramatismo de un complejo proceso político de emancipación, el final es tan impresionante como incierto. «¿Vamos a salir, Salvador?», me preguntan los amigos y conocidos, con la conciencia plena de que ya hemos empezado un camino que no tiene marcha atrás pero cuyo recorrido se parece más a una aventura por un territorio inexplorado que a una excursión con guía turístico por delante. Por eso tenemos razón de preguntarnos esto: en nuestro caso, la independencia no es un camino trillado con hoja de ruta preciso y fecha de llegada fijada. Así pues, ¿vamos a salir?

 

La pregunta, sin embargo, tiene mucho que ver con las malas artes de los adversarios de nuestra voluntad de emancipación nacional. Quiero decir que el frente del combate por la independencia, en estos momentos, no es tanto tener que convencer a una mayoría social del derecho y el deber a decidir, democráticamente, su futuro político -que también-, sino poder resistir al desánimo que esparcen quienes lo quieren hacer imposible. A falta de argumentos para convencernos de la inconveniencia de nuestra independencia, los que nos quisieran sujetados por siempre al Estado que nunca nos ha querido como somos se afanan por hacernos creer que fuera de España no hay esperanza. «Hace mucho frío», dicen. Y sobre todo, a falta de argumentos en contra de la bondad del objetivo, el adversario quiere extender la desconfianza sobre el éxito del proceso. Por eso, cuando preguntamos si saldremos, no es que dudemos de que lo queremos: dudamos de si nos dejarán, de si podremos, de si sabremos.

 

No digo que no haya que ensanchar aún más esta base social mayoritaria de convencidos sobre lo que queremos y nos conviene. Y ciertamente hay que combatir los miedos creadas sobre la mentira, claro que sí. Pero la máxima presión del unionismo se hace, lógicamente, sobre la mayoría soberanista, que todas las encuestas detectan ya, a la que se quiere hundir la moral. Como la legitimidad de nuestra aspiración a la independencia es acompañarla de un grito a favor de la democracia para poder ejercer en las urnas la soberanía que no nos reconoce su Constitución, el adversario no se atreve confrontarse directamente a esta exigencia. El unionismo no puede decir: «No queremos dejar votar». Debe decir: «No es legal, no tenéis derecho a ello, no es constitucional», como hacen el PP o C’s. O aún más sibilinamente: «El gobierno de Mas os engaña, la mayoría parlamentaria de CiU y ERC le tiene enredados, hay que pedir permiso porque solos no conseguiréis», como hace el PSC y predica Pere Navarro.

 

Claro que sería una insensatez pensar que se puede responder a la pregunta sobre si «vamos a salir» con un sí rotundo. El sí se puede desear, se puede intuir, e incluso se puede ver venir a partir de muchos indicios. Yo mismo tengo el pleno convencimiento de que estamos cerca. Pero, responsablemente, no se puede hacer una predicción como si la independencia fuera un destino ineludible. Ahora bien, por todo lo que he dicho, no creo que la pregunta pida exactamente un sí o un no. No queremos un pronóstico afirmativo sólo para serenar la ansiedad con una mentira piadosa. Lo que queremos saber, cuando nos lo preguntamos, es si realmente es posible. Si podemos ignorar a los que dicen que estamos perdiendo el tiempo. Si podemos menospreciar las advertencias de que ésto va para tan largo que vale más volver al viejo «yo ya no lo veré». En definitiva, si todavía tiene sentido hacer el esfuerzo final. Y, para mí, la respuesta es clara: «¿Vamos a salir?» ¡Por supuesto que podemos salir!

 

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