Humo, humo, humo

Quizás una de las ironías más trágicas de este siglo XXI es darnos cuenta de que toda la experiencia política que debería servir para evitar los errores del pasado está sirviendo para repetirlos. No hay nada más dramático que darse cuenta de cómo se manipula el lenguaje con la excusa de denunciar «la manipulación del lenguaje» del nacionalismo catalán, por ejemplo, y cÓmo se fomenta una mentalidad totalitaria, doctrinaria y monolítica al mismo tiempo que se proclama que se la quiere poner contra las cuerdas…

 

Ya no es sólo en el eje izquierda-derecha donde el disparate y la pantomima están haciéndose insoportables por culpa de la crisis económica, sino también en las relaciones Cataluña-España, que la llamada «transición nacional» ha querido llevar hasta al terreno del derecho a decidir. La falta de cultura democrática -la poca fe en el pluralismo, las libertades y los procesos deliberativos- nos pueden llegar a pasar una factura muy alta.

 

Cada vez se hace más difícil no perder la calma. La necesidad de hacer pedagogía de la política -y de la economía- se hace a cada paso más urgente, vistos los cientos de despropósitos que cada día salen a la luz. Porque si bien es una gamberrada -hecha desde la ignorancia y la mala fe- tachar de totalitario y genocida el soberanismo catalán, es también hacer una demagogia vomitiva vestirse de fusilado o de accidentado con sangre en el traje para denunciar los recortes sanitarios.

 

Señalar acusadoramente que el españolismo radical español reduce al nazismo o al comunismo toda ruptura con su ortodoxia castellanista, es relativamente sencillo. Sin embargo deberíamos empezar a decir en voz alta que se comete el misma desaguisado cuando se comparan los recortes con los genocidios, o se inventan nuevos términos patéticamente victimistas o fraudulentos (como «austericidio», por recortes, «holocausto financiero», por rescate; «resistencia antirepressiva», por oposición violenta a la policía, «criminilización», por crítica más o menos acertada, o «escrache», por asedio ilegal en un domicilio privado, etcétera), toda una neohabla orwelliana que tiene la intención de confundir las políticas democráticas y las acciones de su policía con las de los regímenes totalitarios.

 

Que el españolismo no permita hablar de «derecho a decidir» o decir «País Valenciano», o declararse «soberano político», o invente nuevos términos como por ejemplo Lapao para la lengua catalana, es vomitivo -y todo el mundo sensato lo denuncia-, pero que se califiquen las políticas de austeridad de «genocidas» forma parte de la misma farsa, aunque esto último se suele aplaudir con perfecta alegría mediática. Uno puede estar en desacuerdo con las políticas de austeridad que comenzó a implementar Margaret Thatcher en los años ochenta: ¿pero es decente celebrar ahora su muerte con más alegría que la desaparición de algunos dictadores?

 

Así, confundir interesadamente el catalanismo democrático con un totalitarismo negro o rojo es demasiado habitual, pero nos estamos acostumbrando con demasiada facilidad a que nos quieran hacer creer que la política democrática de reducción del déficit y de adelgazamiento del sector público es una política totalitaria, a la que se debe hacer frente con todas las armas, tanto democráticas como no.

 

La derecha españolista esgrime el fantasma de Stalin y el Gulag cuando se le rompen los esquemas, pero que desde la izquierda catalanista se haga lo mismo desde otro lado dialéctico es igualmente lastimoso. No superaremos este estadio de bufonada más que haciendo pedagogía y denunciando los despropósitos, todos ellos, incluso los que estratégicamente puedan interesarnos. Pero contrariamente a lo que podamos llegar a pensar, a menudo, tras estas banalizaciones, hay más ganas de atraer la atención mediática y hacer que hablen de uno mismo que una mala fe política. Los periodistas y personajes públicos que hablan así son más narcisistas que maquiavélicos.

 

Cuando la información -y la opinión, y a menudo el supuesto pensamiento crítico- se transforma en un espectáculo más, acabamos encontrándonos estas payasadas. La última forma que queda todavía de seguir con el viejo ‘épater la bourgeoisie’ es comparar compulsivamente todo aquello que desagrade con el nazismo o con cualquier otro despropósito criminal.

 

A la confusión contribuyen muchos factores: un radicalismo que nunca se cansa de buscar pelea, la desesperación de los que no encuentran trabajo, la lentitud de las políticas de austeridad a la hora de dar frutos, y una clase intelectual que, como decía Raymond Aron, soporta mejor la persecución que la indiferencia. En épocas de vacas gordas todo el mundo está demasiado ocupado consumiendo y trabajando, y muchos intelectuales y líderes de opinión no encontraban ningún tipo de público. La crisis y la inevitable impaciencia de las masas les han dado ahora unos seguidores a los que se encargan de adular, de confundir con su propia confusión señalando chivos expiatorios en sus programas de televisión, en sus columnas o en su cuenta de Twitter.

 

Es quizás una tarea inútil pedir calma y lucidez a aquellos a quienes el nerviosismo y la vanidad justiciera dominan como una fiebre. Los tics del pensamiento revolucionario han perdurado más allá de la posibilidad de hacer una revolución que ahora se disfraza de populismo indignado. Volvemos a la intransigencia, a la pretendida lógica de la lucha por presentarnos el mundo en blanco y negro y sin más matices, a la incapacidad de ver la fragmentación de los problemas y de las doctrinas. La política y la economía no serán nunca líricas. Asimismo, estamos haciendo de nuestras diferencias un tema moral, como si el hecho de disentir nos hiciera menos humanamente dignos a los ojos de nuestros opositores.

 

 

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