La feria y la literatura

Hace algunos años, en Frankfurt, me tocó explicar, hablando en «international english», la importancia de la literatura catalana. Les dije que poca broma con esta lengua y con esta literatura, que somos un puñado de millones, más que muchos países de la Unión Europea con Estado y lengua oficial, que somos una lengua con mil años de historia por lo menos, y que a lo largo de ocho siglos hemos producido una literatura de primera división. Miren, señores, les dije, durante los siglos XIII, XIV y XV en toda Europa no había ni media docena de lenguas, como mucho, que produjeron literatura con la calidad y cantidad de la lengua catalana. Y miren otra cosa: si el español y el francés entran en la gran literatura con poemas épicos como ‘La chanson de Roland’ y ‘Mío Cid’, el catalán, como el italiano, accede por el portal que abrió un genio de primera magnitud.

Dante crea el italiano literario, Ramon Llull el catalán. Con Ramon Llull, una lengua vulgar se eleva por primera vez a vehículo de la filosofía y del pensamiento lógico, y esto no lo hicieron ni el inglés ni el francés ni el alemán, por ejemplo. Y si ustedes toman el conjunto de las grandes crónicas históricas, y la primera traducción de la ‘Divina Comedia’ completa y en verso a cualquier lengua, y la poesía de Ausiàs March, y el ‘Tirant lo Blanc’, y toda la pila de autores y de libros de todo tipo y género, el resultado es una gran literatura, una de las pocas grandes literaturas de aquellos siglos. Esta es la primera afirmación, y por favor no se olviden: no somos una literatura de segunda división, ni marginal ni pequeña ni regional ni pobre. No nos podemos comparar, en este campo de la producción literaria, con la mayor parte de las lenguas de Europa que ahora son lenguas de Estado, sino con unas pocas solamente, con las grandes. Y eso, queridos asistentes a este acto, es una declaración mía solemne y formal. Debo decir también que después, durante más de tres siglos, sufrimos todo tipo de dificultades, sumisiones, opresiones y persecuciones, y sin embargo el idioma continuaba produciendo libros y literatura. No de tan gran calidad como antes, pero los producía a pesar de todo. Y después vino eso que llamamos «Renaixença», más o menos por el mismo tiempo que en toda Europa nacían o renacían pueblos, naciones, lenguas y literaturas. Somos europeos normales, por tanto, pero con una peculiaridad: ninguna otra lengua moderna que no tenga un Estado propio, que no sea lengua de Estado, ha producido jamás de los jamases, ni antes ni ahora, una literatura como la nuestra. Ni de lejos, ni mucho menos. Y la mayor parte de las lenguas con Estado, tampoco.

Ahora mismo, vean ustedes, después del franquismo y de todo esto y aquello, cientos de autores y editores producen anualmente miles de libros, y traducimos furiosamente, y tenemos una Colección de clásicos griegos y latinos como hay pocas en el mundo, y nos permitimos el lujo de publicar cada año más de 10.000 volúmenes de toda especie imaginable. Publicamos demasiados libros, diría yo, publicamos más que casi todas las lenguas de Europa de dimensiones comparables. Y eso es lo que les quería contar, señoras y señores: que la literatura catalana no es una poquita cosa de interés local, que es una gran literatura. Y que si aquí se trata de libros, en catalán se hacen incluso demasiados. Luego, mientras los asistentes picaban canapés y bebían copas de cava, se me acercó un editor de la India. Yo publico sólo en hindi, me dijo, no en inglés, y tengo problemas. ¿Y cuánta gente habla hindi?, le pregunté. Cerca de quinientos millones, contestó. La relación entre libros y demografía, evidentemente, puede ser un poco engañosa. Hecho que también se podía deducir observando el stand de Cuba, el más pequeño, con diferencia, de todos los que pude ver paseando muchas horas para la feria. No sé si debía llegar a los tres metros cuadrados, y apenas cabían una mesita, una silla, y una señorita sentada con cara de aburrimiento. Las tres paredes blancas con estantes, sin carteles y sin nada, sin alegría, estaban prácticamente desnudas. Apenas quince o veinte libros mal contados, todos del mismo aspecto triste, y absolutamente nada más. El stand de Cuba en la gran feria del libro, sin libros. Los estantes vacíos, una visión que hacía daño a los ojos, que daba mucha pena, y cada uno puede interpretarlo a su gusto: yo no quiero ser cruel.

EL TEMPS