Tener el gobierno y perder el país

Todd S. Purdum, en ‘Politico’, recientemente planteaba una paradoja muy interesante a propósito de Hillary Clinton y las próximas elecciones presidenciales norteamericanas. Según este analista político, Hillary «podría ganar la presidencia, pero perder el país». La causa es que, a pesar de que ella es probablemente la mejor gobernante de todos los candidatos, Donald Trump a la derecha y Bernie Sanders a la izquierda son los que tienen un discurso más claro y contundente para satisfacer el malestar de la gran mayoría de electores indignados por la pérdida de su posición pasada y el hundimiento de sus expectativas de futuro. Efectivamente, Trump y Sanders prometen grandes cambios y apuntan a grandes culpables -contra la inmigración el uno, contra Wall Street, el otro- mientras Clinton sólo ofrece la garantía de continuar el trabajo bien hecho de sus predecesores demócratas, Bill Clinton y Barack Obama.

Esta paradoja me ha hecho pensar si en Europa, y en Cataluña, no se produce una situación parecida. Es decir, que podría ser que los que tienen -o tendrían- más capacidad para gobernar con sensatez el país y hacerlo prosperar son los que están perdiendo más rápidamente el pulso y, en definitiva, la confianza. En cambio, los que disponen de un mensaje contundente en contra de los males que objetivamente se han vivido, son los que obtienen fácilmente la simpatía del ciudadano, al margen de su capacidad para gobernar y cumplir las promesas de cambio. O dicho de otro modo: los sectores sociales -minoritarios- que en estos años de crisis, sin embargo, han conservado relativamente su posición -y que han seguido haciendo funcionar el país a pesar de las dificultades- añoran la estabilidad y el orden de un buen gobierno. Pero aquellos -la mayoría- que han perdido sus posiciones, particularmente la clase media que se ha empobrecido de manera notable, y que han visto frustrados sus proyectos de futuro, se vengan votando la revolución o algo que se le acerque.

Si esto fuera así, un gobierno serio, cumplidor de los compromisos -por tanto, que ajustara promesas a posibilidades-, a la vista de los muchos damnificados por la crisis, sería considerado poco de fiar, quizá incluso cobarde, y parecería falto de ideas e iniciativa. Por el contrario, la confianza quedaría depositada ente los extremos. Purdum se refería a Norteamérica. Pero después hemos tenido las elecciones en Austria, en un pulso igualado entre extrema derecha y ecologistas. En España, subirá el PP -a falta de nada más a la derecha o, si se quiere, gracias a su radical derechización- y subirá Podemos, en detrimento del centro que podría representar el PSOE. Y Cataluña no es la excepción.

El resultado de esta paradoja política es el progresivo desmantelamiento del centro, su descrédito, quizás su progresiva desaparición, hasta convertirse en un espacio vacío o residual, no sabemos por cuánto tiempo. De modo que la centralidad a la que aspira lo que tenga que ser la nueva Convergencia, o la que representaba el PSC, o donde podría estar pronto ERC ahora que le toca gobernar-, en estos momentos, no puede escribir ninguna gran historia, ni ofrecer ningún gran promesa, ni generar confianza y entusiasmo. Son malos tiempos para prometer sólo centralidad y un buen gobierno.

Sin embargo, la particularidad del caso catalán es que el soberanismo había creado un centro tan excepcional como transitorio. Sin el soberanismo, centrado y centrador, la radicalización hacia los extremos -y la consiguiente desestabilización- habría sido aún mayor. Pero el independentismo también se ve constantemente amenazado por la paradoja de Purdum: si bien es quien mejor puede gobernar el país -ahora y en el futuro-, tiene el riesgo de perderlo si no sabe mantener firme la promesa de un futuro más justo, más próspero, más digno.

ARA