Dos preguntas, una papeleta

El independentismo es fuerte y resiste bien en el corazón de muchos catalanes, pero debe aprender a votar con la flexibilidad de la razón, es decir, con la cabeza. Lo digo porque entiendo bien a los que están tentados de quedarse en casa el 26-J, bien sea porque ya no se sienten vinculados al futuro político de España, bien sea porque se sienten decepcionados por la política catalana. Pero ahora los sentimientos no deberían ser la principal guía de nuestras decisiones. No son tiempos de reacciones emocionales encendidas, por justificadas que sean, sino que hay que calcular bien cada paso para llegar a la victoria que queremos conseguir. Y el 26-J quien quiera independencia es necesario que vote las ofertas explícitamente independentistas.

Más allá del aburrimiento de volver a votar al cabo de medio año las mismas ofertas que no fueron capaces de llegar a un acuerdo, la actual campaña electoral encabrita -a favor y en contra- más que invita a una participación serena. Pero, hay que repetirlo, las campañas electorales no son actos de reflexión política sino que, principalmente, se hacen para los indiferentes, los indecisos y los confusos. Entretanto, los interesados en la complejidad del debate político asisten perplejos -si no irritados- a la simplificación de los mensajes. Lo ideal sería que estos días se desentiendan de una campaña que no está pensada para ellos y que incluso puede llevarles a detestar lo que quieren.

Por otra parte, la información periodística no suele saber -o querer- escapar de la confrontación teatral sobre la que se construyen las campañas electorales. Por el contrario, los directores de las campañas -generalmente, buenos conocedores del alma del periodista- calculan bien qué ataques verbales son los que harán picar y merecerán el titular destacado que sea útil para arañar cuatro votos al adversario con el que el partido comparte frontera. Una campaña de quince días exaspera las diferencias con los más cercanos y se desinteresa de los adversarios más obvios. Y aunque nos quejamos de la duración de las campañas, el hecho es que si tuvieran un formato más parecido al norteamericano, con primarias territorializadas para cada partido, con un tiempo de desarrollo suficientemente largo para hacer posible debates especializados y con una clara separación del legislativo y el ejecutivo, probablemente la buena política saldría ganando.

Lamentablemente, ahora quedamos atrapados en el perfil de unas cabezas de lista cuyo papel futuro, si no gobiernan, quedará completamente diluido. El resto de miembros de la lista, por otro lado, pierden todo significado, con alguna excepción como Tardà de ERC -demasiado personaje para ser ignorado- o, al contrario, con candidatos tan bien situados como escondidos, como Zaragoza en el caso del PSC. Esto es especialmente grave en Cataluña, donde, con un esquema de representación propio y diferenciado, los partidos más votados difícilmente pueden aspirar a estar presentes en el gobierno español. Ni pueden llegar a tener grupo propio, como ocurrirá con En Común Podemos, siguiendo el camino del PSC. Además, las rencillas electoralistas entre candidatos acaban enmascarando análisis más estructurales sobre qué tipo de intereses representa cada formación política, y acabamos discutiendo sobre si nos caen bien o mal.

La cuestión es que los catalanes irán a votar el 26-J respondiendo a dos preguntas diferentes. Unos votarán a quién prefieren para hacer gobierno en España. Los otros votarán para defender en España el proceso de emancipación -que no de desconexión- que se está tejiendo y que, tarde o temprano, tendrán que asumir. Dos respuestas diferentes, sin embargo, que el 27-J serán analizadas con voluntad confusa, como si todo el mundo hubiera respondido a lo mismo. Por todo esto y más, hay que votar con la cabeza fría.

ARA