Joan-Francés Laffont: «Tolosa necesita un AVE hacia Barcelona, no hacia París»

Me cito con Joan Francés Laffont en el restaurante del Parlamento, que es un espacio irreal y sin personalidad, de un futurismo miserable, ideal para que los diputados de Ciudadanos paseen su catalanismo burocrático, de motel de carretera con pretensiones.

Laffont es el presidente de Convergencia Occitana, una entidad que reúne las 85 asociaciones occitanistas y catalanistas que hay en la región de Tolosa. Convergencia Occitana ha tenido un papel determinante en la consulta trampa que los verdes franceses han impulsado para decidir el nombre de la nueva macrorregión que reunirá los antiguos departamentos del Mediodía Pirineos y Llenguadoc-Rosellón.

Laffont ha formado parte del comité de 30 miembros que ha promovido el cambio de nombre. De las cinco denominaciones que se proponían, la de Occitania ha ganado con un 44,9 por ciento de los votos. La posibilidad de que la entidad se llamara Occitània-Cataluña, sin embargo, no fue puesta a votación. «París la vetó por miedo a que el independentismo se contagiara en el norte de los Pirineos», me dice Laffont.

– ¿Y porque no votasteis Occitanie-Pays-Catalan, como el 60 por ciento de los catalanes del norte, que tuvieron que hacer una gran presión social para poder salir en el mapa?, le pregunto.

– Porque el Estado francés nos reduciria a las iniciales OPC y Catalunya ya tiene visibilidad en el mundo.

Laffont Occitanista Baixa – Sergi Alcazar

Enseguida queda claro que para conversar no necesitamos traductor. Aunque parezca mentira, los escritores de antes de la guerra decían la verdad cuando aseguraban que uno podía ir tranquilamente de Barcelona a Tolosa sin dejar de hablar en catalán. El redescubrimiento de la unidad catalano-occitana es un fenómeno que se da cada dos o tres generaciones, normalmente cuando la paz se consolida.

Yo la descubrí a través de La il.lusió occitana, una obra de mil páginas tan amena y bien documentada que le costó, a su autor, August Rafanell, la suspensión de las ayudas económicas que tenía comprometidas con el Estado español para otras investigaciones académicas. España y Francia han hecho todo lo que han podido para enterrar este espacio de relaciones ancestral. Los catalanes, en cambio, no han desistido nunca de recuperarlo.

Manyé i Flaquer, aquel periodista que Josep Pla decía que escribía disfrazado de guardia civil, tiene publicado que cuando atravesaba los Pirineos -normalmente para marcharse al exilio, desde donde pedía el concierto económico a Madrid- se sentía como en casa. A Víctor Balaguer, Joan Maragall, Prat de la Riba, Pompeu Fabra, Joan Miró o Salvador Dalí les pasaba el mismo. En cambio, cuando atravesaban el Ebro, tenían la sensación de ir a otro país, igual que me pasa a mí y a algunos turistas asiáticos que he conocido.

Todo esto lo he explicado en un libro y no hay que insistir. A finales de siglo XX, Kenichi Omhae ya especuló sobre la potencia que el espacio catalano-occitano podria tener en un mundo globalizado liberado del despotismo burocrático de los estados nación. En La clase creativa, Richard Florida explica que en Amsterdam y París ven con recelo este espacio por el polo socioeconómico que generaria en el sur de Europa. Mirando mapas lumínicos se entiende fácilmente.

Cuándo todavía no hemos acabado el arroz, Laffont me dice: «El Estado francés se ha gastado una montaña de euros para hacer una línea de alta velocidad entre París y Tolosa y ha sido un fracaso.»

-Dices que es un fracaso, la línea de París?

– Claro, en Tolosa miramos hacia a Barcelona. ¿Qué sentido tiene que yo pueda ir a París en tres horas y, en cambio, tarde más de seis para llegar a Barcelona?

– Dígamelo Usted, o creerán que hago propaganda.

– Pues no tiene ningún sentido. El puerto natural de Tolosa es Barcelona, igual que Tolosa sería un magnífico puerto seco para Barcelona.

Tolosa cae igual de cerca de Barcelona como Zaragoza y este año, gracias a la Eurocopa de fútbol, Francia ha permitido que la final de Rugby se celebre en el Camp Nou. La frontera es tan irrelevante que las 98.000 entradas se agotaron nada más ponerse a la venta.

-Por qué cuesta explicar esta relación tan natural -pregunto a Laffont.

– ¿Más allá de los intereses políticos de Paris y de Madrid? Pues supongo que porque la política catalana ha vivido deslumbrada por Baden-Wuttemberg y Baviera.

Laffont lleva uno de los bufetes de abogados más importantes de su ciudad y tiene clientes en París. Igual que pasa en Barcelona, Tolosa funciona a través de grandes families sin cuyo concurso no puedes hacer nada. Laffont pertenece a una de estas familias influyentes. Su padre fue un elemento importante en el ayuntamiento de Tolosa de después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la ciudad hervía de exiliados y veteranos de la resistencia.

Aunque forma parte de la élite tolosana, se nota que la represión ha forjado su carácter. Una cosa que impresiona de Laffont es que parece un catalán de 1950. Escondido tras la modestia y la discreción hay un hombre mucho más elegante y vitalista -y mucho menos provinciano- de lo que parece. Después de las cosas que me explica no entiendo porque la Generalitat mantiene acuerdos con el Liceo Francés o porque algunos políticos catalanes nos quieren asociar a una atrocidad como la Francophonie.

«Mi tío era pastor -me dice Laffont- y me hablaba en occitano. Él veló mi lengua y me animó a aprenderla. En casa, los abuelos hablaban occitano a escondidas para que no los oyera y, cuando se me escapaba una frase, la madre me amenazaba con castigarme. En casa tenían miedo de que si hablaba el francés con demasiado acento no podría progresar, cosa que era cierta. Fue mi tío quien me ayudó a descubrir mi lengua y mi cultura.»

Laffont me explica que la legalidad alentó a castigar a los niños que hablaban occitano con los compañeros de la escuela hasta que una ley lo prohibió en 1954. Dice que los maestros de la escuela pública francesa han tenido una gran responsabilida en el hecho que muchos occitanos todavía crean que su lengua «sólo sirve para hablar con los animales».

La cosa viene de lejos. En 1870, Francia perdió la batalla de Sedan y, para disimular la cobardía del ejército, París se excusó en el hecho de que los soldados no entendían las órdenes de los oficiales. Con este pretexto el ministro de cultura Jules Ferry endureció los criterios de la educación -que ya había endurecido previamente Napoleó III- e introdujo una serie de castigos en las escuelas.

A pesar de la represión lingüística, hasta 1914, me dice Laffont, «el 90 por ciento de la población de la región de Tolosa hablaba la lengua del país.» Cuando le pregunto si la Primera Guerra Mundial sirvió para que Francia destruyera la cultura occitana, sonríe. Para ilustrarme la situación, me explica una anécdota.

Resulta que, durante la guerra, un regimiento de los Alpes de Provenza recibió la orden de cargar contra las líneas enemigas en unas condiciones que era fácil ver que la tropa iba a una muerte segura. Los oficiales pidieron a los soldados que, puestos a morir, lo hicieran patrióticamente cantando la Marsellesa. Pero el soldados no sabían el himno nacional de Francia y no había tiempo para enseñárselo.

– Al final -me dice Laffont, solemnemente- murieron cantando la Copa Santa.

Imaginad una masa de soldados abatidos por el fuego de una ametralladora mientras cantan, «Provençaus veicí la copa Santa, que no vèn dei catalans» y veréis la historia de Europa de otra manera. La Copa Santa es una canción muy bonita, inspirada en un poema de Frederic Mistral, que el poeta de Mallana compuso después de que Víctor Balaguer hiciera fabricar, con dinero levantado por suscripción popular, dos copas de plata para representar la hermandad catalano-occitana.

Laffont tiene una cantidad sorprendente de historias para explicar el impacto que la Primera Guerra Mundial tuvo en la vida de occitania. «El político Jean Jaurès –que en Tolosa llamábamos «lo nostre Joan» – fue asesinado porque se oponía a la guerra. Jaurès era un político incómodo, que definía el patuès como el adjetivo que se da a la lengua de un pueblo vencido.»

En 1911 había pedido en vano, en los diarios comunistas de París, que se impulsara la educación en occitano. Desde el polo conservador, Charles Maurras también predicó esta necesidad antes de pasarse al ultranacionalismo antisemita. El asesino de Jaurès, Raoul Villain, fue absuelto por las autoridades francesas del momento, pero durante la guerra civil catalanes de la CNT acabaron con él en Ibiza.

En 1907 los viñeros occitanos organizaron una gran revuelta y el decimoséptimo regimiento de infantería de Beziers recibió la orden de disparar contra la población. Los soldados eran familiares de los manifestantes y se negaron. Para vengarse de aquel acto de insumisión, siete años después, el Estado mayor francés decidió que este regimiento sería el primero de cargar en la batalla del Marne. Naturalmente quedó exterminado.

Cuando Laffont era pequeño, el occitano todavía vivía marginado por el papel que los alemanes le habían dado en la Francia de Vichy. El hecho de que Hitler autorizara a Pétain a introducir la lengua occitana en la escuela convirtió buena parte de la élite cultural en colaboracionista por defecto. Un ejemplo de que la banca siempre gana, es que el gramático Lois Alibèrt, que trabajó con Pompeu Fabra para normalizar el occitano y acercarlo al catalán, fue condenado a cinco años de prisión.

– Ese hombre que no hubiera matado ni una mosca.

– Su gramática es la mejor pero todavía hay gente que aprovecha eso para rechazarla o extender reticencias -me dice Laffont.

El primer intento de devolver el occitano a la vida pública después de la Segunda Guerra Mundial vino de mano de las izquierda. Eso alejó a mucha gente que todavía lo hablaba en el campo. Además François Miterrand obtuvo el apoyo del mítico intelectual Robert Lafont a cambio de comprometerse con la descentralización de Francia. «Miterrand prometió que legalizaría la lengua occitana y que ayudaría a su recuperación. Todo el mundo lo votó y no hizo nada.»

Miterrand se cargó el prestigio político de Lafont que había intentado presentarse a la presidencia de la República por su cuenta pero había fracasado, con la ayuda de los servicios secretos. La escasa descentralización de Miterrand dio pie a las actuales regiones. Entonces no había regiones, sólo departamentos. La gente llevaba el número del departamento en el coche, como signo identitario. «Los norte catalanes llevaban el 66, los de Tolosa el 31 y los bearneses el 64 por todas partes.»

Ahora la reivindicación del occitano se concentra en la acción cultural, un poco como hacía Pujol en los años 60 y 70, aquella época que Jordi Amat, Jiménez Losantos y otros intelectuales del Estado rememoran con nostalgia. «Ahora que no hay vergüenza, ahora que todo el mundo sabe que el occitano no es un patués -me dice Laffont- desde Convergencia Occitana intentamos hacer ver a los politicos que, si no hacen nada, serán responsables de la muerte de la lengua del país».

El hijo pequeño de Laffont va a una escuela de inmersión en occitano. Estas escuelas se llaman Calendretes y, como suelen impartir una educación de calidad, ingenieros de todo el mundo que trabajan en el airbus llevan ahí a sus hijos. Las Calendretes las fundan los padres y cuando la escuela ha conseguido mantenerse un mínimo de cinco años el Estado francés les hace el favor de las concertarlas. El problema -comentamos con Laffont- es que los jóvenes nacidos a partir de los años 80 y 90 no han vivido la represión ni la conocen.

Por lo que sé, en algunos pueblos todavía tienes que emborrachar a la gente para que pierda la vergüenza y deje de hablar en francés. En muchas zonas, la lengua occitana todavía se asocia a la ruralidad, a la cultura subvencionada y a la vergüenza.

– Queremos dar a conocer el exterminio del occitano, por el bien de nuestro país y de toda Francia -me dice Laffont.

No puedo evitar sonreír y preguntarme cómo puede ser que Francia sea el país de la fraternidad y de los derechos humanos. Supongo que por el mismo mecanismo, Rivera puede ir diciendo en España que en Catalunya hay que romperse la cara para poder hablar en castellano.

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