Listos para superar el juego de la oca

Tras reconocer que les sorprende la sostenida movilización independentista de los últimos cinco años a pesar de la acción combinada en contra de reaccionarios e izquierdistas, los propagandistas del unionismo escriben cosas como ésta: “El infortunio de los próceres independentistas es que, para poder decidir su futuro, Catalunya necesita reformar España, pero si al fin lograse reformarla una inmensa mayoría de los catalanes carecerían de motivos para abandonarla”. Esta es la tesis del director de El Periódico, alineado combativamente con el unionismo, y también del PSC —por lo menos de una parte, porque Núria Parlon ha declarado que está en contra del derecho de autodeterminación, que es lo que significa lo que se anuncia como derecho a decidir—, y de Podemos, expresado con todas las letras por Albano-Dante Fachin en el mitin de las izquierdas de Sant Boi. Es la más pura reedición del estéril catalanismo de los últimos ciento treinta y tantos años, contados desde 1885, cuando Valentí Almirall, aquel desencantado federalista de izquierdas, promovió el Memorial de Greuges y abrió la puerta al movimiento de reivindicación nacional catalán. Aquel catalanismo popular que nunca ha dejado de existir, a pesar de los vaivenes de la historia.

Cinco años no son nada si lo comparamos con el siglo y medio que ahora unos, ahora otros —ahora Cambó, ahora Andreu Nin, pongamos por caso—, chocaron contra la pared del centralismo, la catalanofobia y los poderes político y económico de Madrid, a menudo bien asistidos por una clase dirigente catalana dependiente y españolizada, a la que ya no deberíamos considerar burguesa, dado que la mayoría de sus miembros vive de las subvenciones públicas, como si vivieran en la China del capitalismo comunista. De lo que no se dan cuenta los que esgrimen a esa “famosa” burguesía para declararse contrarios a la independencia desde posiciones izquierdistas, es que los sectores más inmovilistas de la sociedad catalana son hoy sus aliados para oponerse a la mayor movilización popular que haya existido nunca en Catalunya desde la famosa manifestación de Onze de Setembre de 1977, la que reunió un millón de personas en el passeig de Gràcia y en las calles adyacentes para corear, aún, el famoso lema de la Assemblea de Catalunya: «Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia». En aquel tiempo, Catalunya era la punta de lanza de la modernidad. Hoy también lo es, dado que la mayoría de los ciudadanos de este país clama por la libertad en un mundo —pero especialmente en España— que las restringe.

Que los defensores en Catalunya del “pactismo” sean los mismos que contribuyen al bloqueo español tiene su gracia. Como ha destacado el president Puigdemont, en Catalunya el consenso político es, a pesar de las dificultades, mucho más amplio que en España: “Quien no tiene un pacto entre gente tan diversa como pueden representar la gente de Junts pel Sí y la CUP es España”. Si tenemos en cuenta que para la CUP pactar con el PDC es como si Podemos pactara con el PP, al president no le falta razón. Y es que la alianza nacional catalana por la independencia es más fuerte —insisto: a pesar de todos los pesares- que las llamadas nacionalistas del PP y C’s para combatir al secesionismo catalán. Si Catalunya estuviera bloqueada o la unidad independentista estuviera más dañada de lo que la dañan los mismos partidos independentistas, el ministro de Asuntos Exteriores en funciones, José Manuel García-Margallo, no sentiría la necesidad de advertir que el “el desafío soberanista [de Catalunya] es el más importante que afronta España, ya que de una crisis se sale, un ataque terrorista se supera, pero la disolución de España es absolutamente irreversible”. Por lo que se ve, España no podría seguir existiendo sin Catalunya. En cierto sentido Margallo tiene razón, porque, aunque ahora se hable poco de ello, con la independencia de Catalunya se acabaría el expolio fiscal que drena la economía catalana de forma exasperante. Entonces deberían exprimir aún más a valencianos, baleares y madrileños, y eso sí que sería una amenaza de verdad para España, porque la reacción furibunda de la gente, que ya no podría ser engañada con la catalanofobia esparcida desde Madrid, pondría contra las cuerdas al centralismo, a la brigada Aranzadi y, ¡ay !, al concierto económico vasco.

Cuando se celebró el primer Onze de Setembre tras el regreso de Josep Tarradellas, en 1978, otro de los diarios catalanes hoy alineados con el unionismo incluía una noticia que, leída hoy, da la medida exacta de cómo han cambiado las cosas, a tenor del pacto de investidura PP-C’s, que por suerte no ha cuajado, que pretendía cargarse el modelo de inmersión lingüística: “La Vanguardia publica hoy la Orden Ministerial que desarrolla el Decreto sobre la enseñanza del catalán. El Real Decreto, de 23 de junio de 1978, por el que se regula la incorporación de la lengua catalana al sistema de enseñanza en Catalunya fue publicado en el Boletín Oficial del Estado el pasado día 2, sábado. Al día siguiente, domingo, se transcribía íntegramente en este periódico”. La promulgación de ese decreto y de aquella orden había costado sangre, sudor y lágrimas, porque debieron superar, incluso, el desprecio del jefe del Gobierno de España, Adolfo Suárez, que en respuesta a una pregunta de la revista francesa Paris-Match, reproducida en ABC de 25 de agosto de 1976, “¿es que se podrá estudiar el bachillerato en vascuence o catalán?”, respondió con una afirmación que el tiempo ha demostrado que era tan displicente como errónea: “Su pregunta, perdone que se lo diga, es tonta. Encuéntreme, primero, unos profesores que puedan enseñar la química nuclear en vascuence o en catalán. Seamos serios…”. Al cabo de 40 años, cuando ha quedado probado que se puede investigar sobre el cáncer, el SIDA o la teoría de juegos en catalán, sigue el combate contra los lingüicidas, esa especie de intelectuales y políticos que parecen salidos del paleolítico. Y es que, claro, cuatro décadas defendiendo lo mismo son más que cinco años saliendo a la calle para reclamar la soberanía. El juego de la oca cansa, especialmente si siempre caes en una de las casillas que te obligan a retroceder o en la más temida, que es la prisión.

No sé si después del próximo verano se cumplirá la hoja de ruta pactada por Junts pel Sí y la CUP o tropezaremos antes, con la no aprobación de los presupuestos. Quien quiera llegar hasta el final debe ser consciente, sin embargo, que sin presupuesto el actual Govern Puigdemont no podrá cumplir los compromisos adquiridos. Es necesario que todos los grupos reflexionen hasta dónde están dispuestos a sacrificarse para llegar hasta el final de la partida. Si la cuestión es dilucidar quién será el próximo presidente de la Generalitat tras unas elecciones autonómicas travestidas de constituyentes, entonces más vale que no perdamos más el tiempo. Si de lo que se trata es de empujar para alcanzar la República catalana, lo que significa un Estado independiente en un mundo de interdependencias, sería razonable que dejáramos de coquetear con los que sólo aspiran a reformar España y nos hacen perder el tiempo. Son “agentes de la contrarrevolución”, por decirlo a su manera.

En España la movilización se reduce a Madrid, capital del 15-M. En Catalunya, como se vio ayer, la movilización es general. Es por eso que los “comunes” quieren aprovecharse de esta movilización para “catalanizar” España. Eso ya lo intentaron Francesc Cambó, Lluís Companys, Narcís Serra o José Montilla, hasta el punto que los cuatro llegaron a ser ministros españoles, con unos resultados perfectamente descriptibles respecto al reconocimiento nacional catalán. En muchos sentidos, se ha dado marcha atrás, especialmente en el intelectual, ya que ahora en España hay un montón de excomunistas que lidian, junto a los tertulianos del PP, para demostrar que la unidad de España es extra terrenal. “No way”, como dicen en inglés. Todo está a punto para desconectar. Será ahora o será más adelante, pero no se preocupen que no tendremos que esperar un siglo y medio para conseguirlo. De momento, lo que está previsto —y pactado— en el vigente hoja de ruta del Govern es “celebrar unas elecciones constituyentes” en 2017 para validar el proceso independentista.

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