No es cinismo

He mantenido en otras ocasiones que el supuesto descrédito de la política y los políticos forma parte de una retórica informativa partisana. Es decir, hablar de descrédito es una manera de colgar el sambenito de todos los males a los adversarios para salvar la cara de los propios. Así, buena parte de los analistas políticos describen las palabras y las decisiones de sus adversarios políticos en términos de comportamiento cínico, interesado e irresponsable, enfrentándolas a la conducta de los propios, sincera, generosa y responsable.

Así pues, ¿están desacreditados la política y los políticos? ¿Y si lo están, cómo es que el ciudadano sigue votando con tanta perseverancia? Pues precisamente porque atribuir al adversario una conducta cínica es lo que moviliza y afianza a los propios en la fidelidad y la confianza en el propio voto. Es cierto que puede darse una cierta erosión que invite a miradas antipolíticas –el famoso “todos son iguales”–, pero incluso estas posiciones son más una excusa ante la propia desidia electoral que fruto de una reflexión política crítica. Lo prueba el hecho de que en las encuestas postelectorales el número de ciudadanos que aseguran haber votado es muy superior al real.

Esta retórica del descrédito se ha hecho especialmente visible a raíz de la proximidad de las dos –pronto tres– convocatorias electorales españolas y de las dificultades para investir presidente. La intercambiabilidad de discursos en poco tiempo ha puesto en evidencia la supuesta contraposición entre los patriotas sinceros –los míos, claro– y los cínicos –todos los demás– que ponen en riesgo los intereses del país. Las palabras que Rajoy dedicó a Sánchez por ir a la investidura sin tener apoyo suficiente se podían aplicar al Rajoy del segundo intento. Y viceversa. Por no hablar de Ciudadanos, que por las mismas razones primero pactaba con el PSOE y después con el PP.

¿Todos cínicos o todos aspirantes a ser los más patriotas? ¿Los políticos creen realmente aquello que dicen? Una buena respuesta a estas cuestiones la dio Pierre Bourdieu en una conferencia dada en París en 1983, publicada en Actes de la Recherche en Sciences Sociales (52-53, 1984) y traducida al español en Cosas dichas (Gedisa, 1988). Bourdieu recurre al concepto de “impostura legítima” para describir la usurpación de la representación de un grupo o colectivo a cambio de darle existencia y reconocimiento. En el caso de la política española –como de cualquier otra– lo propio de todos los discursos en los que quien habla lo hace “en nombre de todos los españoles”, intentando ser el intérprete de cuáles son sus verdaderos intereses. El combate político consiste exactamente en eso: conseguir ser reconocido como el legítimo representante de la voluntad general. Y sugiere Bourdieu que eso “no se logra sino porque el usurpador no es un calculador cínico, que engaña conscientemente al pueblo, sino alguien que se toma con toda buena fe por otra cosa de la que es”.

El ciudadano a quien se usurpa la representación, por otra parte, no se da cuenta de ello porque participa del mismo juego estructural. Es este mecanismo el que también da cuenta de la “inexplicable” –sólo para los adversarios– persistencia del voto a unos partidos probadamente corruptos. La impostura legítima diluye hasta la disculpa la responsabilidad en las tramas corruptas de los propios, mientras que exacerba el escándalo por la corrupción de los adversarios, considerados usurpadores de una representación en este caso no legítima del interés general.

Y es este mismo mecanismo el que da cuenta el carácter “inexplicable” del desafío catalán en el marco estructural de la política española. Lo que se debate es quién puede considerarse representante legítimo del colectivo. Pero si no se reconoce la existencia del colectivo –aquí, de la nación catalana–, entonces la realidad masiva y persistente de las movilizaciones de los últimos Onze de Setembre, simplemente, no puede ser vista. No entra dentro del juego estructural de la política española. La reacción en los medios de comunicación españoles pone en evidencia tal ceguera. Como la estructura no reconoce otra nación que la española (el Tribunal Constitucional sabía lo que se hacía en 2010), ni medio, ni uno, ni dos, ni tres millones de catalanes en la calle pueden ser vistos. Para la política española, la impostura de los líderes políticos catalanes representando a su nación no es legítima.

Quien siempre ha expresado mejor esta expulsión del desafío catalán de la realidad estructural de la política española ha sido José Manuel García-Margallo, el más clarividente de todos los ministros. Primero, enviando a los catalanes a vagar por el espacio para siempre. Ahora, con una desafortunada comparación, pero reconociendo una evidencia: el terrorismo puede integrarse en el juego estructural de la impostura legítima –en realidad, a menudo ha sido utilizado para reforzarla–, mientras que la disolución de España desmantela la antigua usurpación de la representación del colectivo, y es irreversible. Por eso, ningún territorio independizado de España nunca se ha desdicho de ello.

LA VANGUARDIA