Un suflé de granito

Si lo piensas un poco, resulta patético. A lo largo de los cinco o seis años transcurridos desde que eclosionó la reivindicación independentista catalana, la única respuesta consistente y sostenida del antiindependentismo civil —es decir, político y mediático, sin contar las hostilidades del aparato fiscal y judicial ni la actuación de las cloacas policiales— ha pasado por minimizar la fuerza numérica de aquella reivindicación, regatear la cifra de asistentes a cada una de las grandes manifestaciones y acechar cualquier indicio, real o imaginario, de desgaste de la movilización para proclamar acto seguido que el suflé ya está bajando.

Desde el Once de Septiembre de 2012, ha habido en tal fecha una enorme manifestación de formato clásico por el Eixample; y una cadena humana de más de 400 quilómetros de longitud de norte a sur; y una “V” gigantesca llenando las dos mayores avenidas de Barcelona; y un río humano de punta a punta de la Meridiana; y el pasado domingo grandes concentraciones en cinco ciudades distintas del país.

A lo largo de estas Diadas, se le ha pedido a la ciudadanía concentrarse en la capital o desperdigarse por el territorio, vestir camisetas rojas, amarillas o blancas, agitar cartulinas de este o de aquel color, situarse ordenadamente a lo largo de cientos de espacios numerados… Y, en vez de pasar de todo, largarse a la playa o ponerse al amparo de un buen aire acondicionado, la ciudadanía ha respondido disciplinada y entusiasta en cantidades que representan entre un 11% y un 20% de la población catalana total, contando desde los recién nacidos hasta los nonagenarios. O sea, como si en el resto del Estado se movilizasen, el mismo día y por una misma causa, entre 5 y 9 millones de personas durante cuatro años seguidos.

Frente a esta realidad, la respuesta ha consistido en desencadenar ridículas guerras de cifras. Aquellos mismos medios y sensibilidades ideológicas que, por ejemplo en 2005, aseguraban haber puesto varias veces a 1,5 o dos millones de personas en la Castellana “en defensa de la familia”, “por la libertad de enseñanza”, en definitiva contra Zapatero, contabilizan ahora con una cicatería grotesca a los manifestantes independentistas.

La señora María de los Llanos de Luna los suma con una calculadora diseñada por Jorge Moragas. Y —significativa novedad de este año— los alcaldes socialistas de Tarragona y Lleida se añaden al afán unionista por rebajar la amplitud del clamor por la República Catalana. ¡Y pensar que Àngel Ros aparecía, hace bien poco, como el líder del “sector catalanista” del PSC! Claro que ahora gobierna de la mano de Ciutadans, y estas cosas modifican hasta la aritmética…

Quizá ellos no se den cuenta —y ahí residiría lo patético del caso—, pero las continuas alusiones a la “fatiga” y el “cansancio” de los catalanes con respecto al proceso, los titulares del tipo “la Diada se desinfla” o “los independentistas pierden fuelle”, las apelaciones a una supuesta “mayoría silenciosa” unionista, conllevan un par de serias contradicciones. Una: si los partidos y los medios que repiten tal cantinela se la creen, entonces lo inteligente por su parte sería conseguir lo más pronto posible —y ellos pueden lograrlo— la celebración de un referéndum que, registrando apenas el 25% ó el 30% de votos por la independencia, zanjaría la cuestión para siempre jamás y hundiría a los de la estelada en el ridículo.

La otra: si es tan evidente que los independentistas son una minoría, y además menguante, ¿cómo es posible que José Manuel García Margallo, ese hombre culto e inteligente, hable del riesgo de “la disolución de España” como de un peligro situado en el mismo nivel de verosimilitud que la crisis económica (de la cual todavía no hemos salido) o que un gran atentado terrorista (que ya sufrimos y podemos volver a sufrir)?

No, la manera efectiva de que, a los actos reivindicativos de la Diada, acuda menos gente no es utilizar a las policías locales como goma de borrar manifestantes. Se trataría de ofrecer a los catalanes independentistas algo más que menosprecio y negación, alguna propuesta en positivo, creíble y respetuosa, capaz de seducir al menos a una parte y alejarlos del grito de independencia! Mientras esto no ocurra —y no hay a la vista ni el más mínimo indicio—, el llamado “proceso” será un suflé, sí; pero un suflé de granito.

EL PAÍS