La muerte del catalanismo

El catalanismo ha muerto cuando el espíritu democrático de las nuevas generaciones ha puesto de manifiesto que por las mismas razones que prometía hacernos libres nos ha acabado haciendo esclavos. A medida que el autonomismo se va carcomiendo, se va viendo más claro que el catalanismo ha sido una manera de acomodar e integrar a Cataluña en el contexto represivo español, evitando el conflicto y silenciando la audacia. Lo que era virtud y supervivencia ahora es límite y decadencia.

Desde los debates de la Constitución de Cádiz hace 200 años, el cuerpo central de la política catalana ha sido partidario de sacar partido de la integración, por encima de los intentos de construir un discurso que señalara la dominación en todos los ámbitos. Es cierto que con la historia del catalanismo pasa que es difícil saber qué parte es voluntad y cuál es cálculo, porque puedes pensar que la opción óptima es la soberanía y a la vez que la única viable es renunciar. Pero no sabemos si este era el caso o si la integración era deseada de todo corazón. En ese contexto, violento y precario, ambas opciones eran razonables.

Pero para que este discurso tuviera alguna posibilidad de éxito hacia dentro había que poner en circulación una serie de límites psicológicos que hicieran imposible la alternativa arriesgada, que es la desintegración de España. La política catalana se convirtió así en una forma de autorepresión. Como la presencia de un límite permite la creación de una disciplina, el catalanismo empleó los límites autoimpuestos para construir un espacio, una burbuja de oxígeno dentro de la cual poder respirar y cultivar ficciones políticas y un aparente gusto por la libertad. En épocas de dictadura, la disciplina nos ha salvado. Pero cada cierto tiempo, coincidiendo con las crisis del Estado, la burbuja estalla y aparece un discurso que trata de hender sus límites. Entonces se produce una batalla no sólo entre la pulsión de Cataluña y la voluntad de España, sino también dentro de Cataluña, y se ponen en circulación todos los elementos represores autóctonos. El precio es marginar o folklorizar el talento, hacerlo excéntrico.

Todo esto es especialmente verdad en la Cataluña posfranquista. La democracia de concentración surgida del 78 ha sido un régimen propicio para el control social a partir del chantaje: cualquier idea que salga del consenso sobre el olvido de la Transición pone en peligro la paz. El miedo justifica el olvido. Por encima de este sistema de dominación, se edificó una mitología del equilibrio de poderes, como si todo ello fuera un cálculo delicadísimo que hubiera que proteger. En Cataluña, la presencia de millones de personas venidas del sur de España fortaleció este relato de equilibrios delicados. Todavía hoy se explota este miedo, superado hace tiempo en la vida real.

El cálculo se convirtió en el horizonte moral del catalanismo de finales del siglo XXI, como resumen de la historia de dos siglos. Con excepciones rápidamente despreciadas, el grueso del pensamiento político permaneció indiferente a las preguntas sobre el coste último de cada renuncia y de cada bienestar, y apostó por tejer relaciones de dependencia de tal manera que nadie pudiera reprochar nada a nadie. Así nuestro pensamiento -el mío incluido- se fue corrompiendo, en busca de la aprobación de la red de relaciones, antes que de la conquista de ideas nuevas y controvertidas, que es lo que hacen las sociedades sanas sin miedo a el error. Intelectualmente, la única alternativa a masticar clichés ha sido la escatología, el detalle absurdo, o la marginación.

Estos vicios son ahora los del independentismo institucional. El folclorismo naïf viene del autorrepresión, que penaliza la confrontación de ideas e incentiva el símbolo y el bufón. La necesidad de la unidad de acción se ha convertido en un chantaje emocional. Mientras tanto, los debates de fondo sobre el conflicto con el Estado se revisten de eufemismos destinados a poder navegar todas las redes de dependencia, todos los supuestos equilibrios de fuerza. Es la vieja estrategia de supervivencia.

Pero de la misma manera que el autonomismo se ha demostrado obsoleto, la moral del catalanismo ha resultado letal para construir un discurso político eficaz, que permita fiscalizar cuando damos vueltas sobre nosotros mismos. La cultura del catalanismo respondía a las necesidades de una España antidemocrática, y de ahí que, a medida que los gustos democráticos han ido resquebrajando todo, ha ido muriendo. El catalanismo es incapaz de dar respuestas a las generaciones crecidas en democracia, aunque su espíritu zombi brille en los ojos de muchos de nosotros cuando vamos a manifestaciones. Ahora que la represión tiene más costes que beneficios, superar el duelo significa reeducarnos el gusto por la verdad; decir las cosas tal como las pensamos, aunque estemos equivocados.

ARA