La última barricada unionista

Ha sido recurrente, estos años pasados (Gregorio Morán, Jiménez Villarejo, Francesc de Carreras, etc.), volver, una y otra vez, a los tiempos de la década gloriosa de Jordi Solé Tura. Han caído la URSS y el muro de Berlín, pero el viejo paradigma de la malvada burguesía catalana -asociada al catalanismo-, permanece. Últimamente, el tema se ha reavivado, en una estrategia calculadísima para descabalgar al eje independencia sí/no del centro del debate político del país. No en vano, uno lleva a la ruptura del statu quo y a la República Catalana, mientras que el otro nos sigue manteniendo tranquilamente en España.

¿Habrán leído alguna vez, los Moranes, los libros de Josep Termes, Josep Fontana, Pere Anguera o Josep Benet (sobre todo su ‘Marxismo catalán y cuestión nacional catalana’, firmado con el seudónimo de Roger Arnau y publicado en París por aquellas cosas que en Cataluña un libro como aquel entonces no se podía publicar)? Todos los historiadores de más prestigio del país han puesto de manifiesto el carácter esencialmente popular del catalanismo. Una extraña combinación de profesionales liberales, artesanos, comerciantes, campesinos y clases populares, obreras. En breve, la clase media y trabajadora, hoy emigrada mayoritariamente al independentismo. Nunca había hecho falta adjetivar el catalanismo como ‘popular’, porque sencillamente no había ningún otro.

Hace unos meses, el profesor Carles Boix se preguntaba: «Si la creación de una cultura nacional era y es un instrumento para reforzar y legitimar la posición de la burguesía catalana, ¿por qué esta clase y sus agentes eligieron el catalanismo y no el liberalismo como bandera política?». Fuster lo dejó listo para sentencia: «En cambio, ni catalanes ni españoles nunca han oído hablar del españolismo como de una ideología de clase».

Es interesante constatar cómo una parte notable de aquella intelectualidad de izquierdas que venía de la lucha antifranquista asume en la actualidad sin rodeos la defensa de los postulados más retrógrados, conservadores y pro ‘establishment’ que se pueden escuchar en el país. Hoy, los señores Moranes ven a Cataluña y no la entienden. Ven un pueblo que se da la mano y se estremecen; ven espacios de memoria recuperados y ponen el grito en el cielo; ven que el discurso hegemónico gira en torno a la libertad y la democracia y se refugian en el sarcasmo o el insulto. Su relato es triste y agrio. En un momento de renacimiento del país ellos ven decadencia. Los Moranes olvidaron que no sólo hay que ser de algún sitio, sino que hay que quererlo. Aspiraban al cosmopolitismo, pero si se enfrentaran al espejo verían, asustados, el reflejo de un espanto, el hórrido provincialismo.

Poco antes de morir, Josep Termes afirmaba: «Con motivo de los debates sobre el soberanismo volvemos a sentir cómo se evocan en Madrid las maldades de aquella fiera mitológica llamada «burguesía nacionalista catalana». (…) ¡Y pensar que hace ochenta y un años que vivo en Cataluña y no he conseguido ver ni un solo ejemplar de este animal mitológico!». Y además: «El catalanismo resulta que tiene una enorme área que no tiene nada de burguesa. Que tiene de ‘payés’, de menestral. En definitiva, es el descubrimiento de la sopa de ajo. El catalanismo campesino, artesano, tendero, del obrero de fábrica, etcétera».

Es evidente que siempre, a una presunta izquierda, le han provocado -y le provocan- urticaria los hechos directamente relacionados con la soberanía catalana. Capaces de empatizar con todas las luchas nacionales del universo excepto con la propia. He renunciado a entenderlo. Pero ahora, además, ahora que en este país hay más del 65% de los ciudadanos que creen en una República, volver al espantajo del «catalanismo de clase -burguesa-» es la manera de hacer el ‘by pass’ en el reto revolucionario que plantea el derecho de autodeterminación para convertirse en la última barricada del unionismo.

Hace casi un siglo, un socialista catalán, Rafael Campalans, ya se enfrentaba a todo esto: «Cuando Cataluña sea políticamente libre, libres tendremos las dos manos para luchar por la emancipación social de nuestro pueblo». Puro sentido común. Es inconcebible pensar en una idea abstracta de plena soberanía, sino que ésta consiste en disponer de herramientas y medios para asegurar un futuro social, económico, cultural y nacional a una colectividad. Y sí, nacional, también. Es lo que pasa cuando te conviertes en un Estado, de repente eres como cualquier otro y tienes en tus manos sus mismas competencias para hacer las políticas que quieras. Y no las que puedas.

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