El jarrón chino y la fragilidad

Fue muy buena la metáfora de Felipe González, en tono de lamentación, que los expresidentes acababan convirtiéndose en un jarrón chino. Y no sólo por el hecho de molestar, sino porque delataba la alta consideración en que se tenía a sí mismo. No es igual el estorbo que te hace la última trasto que te ha tocado en el amigo invisible -y que celebras que se rompa- que autoconsiderarte un enorme y valioso jarrón chino de la dinastía Quing o Guangxu. (Aunque, para quien le interese, en Wallapop se pueden encontrar enormes por 50 euros, y eBay incluso por menos de 5 euros.)

Lo que no era previsible, en cambio, es que fuera el jarrón chino el que removiese toda la casa para salvarse a sí mismo, que es lo que ha hecho el expresidente -y exsocialista- González. Un personaje siniestro que ya tuvo que marcharse por la puerta trasera y aunque gracias a una prórroga de tres años que en 1993 le facilitó el presidente Pujol a cambio, se supone, de nada. Como después también haría Pujol con Aznar en 1996 y, más aún gratuitamente, en 2000. Un amoral pragmatismo político que se identificaba con el hecho de tener «sentido de Estado» -español, obviamente- siempre llevó a Pujol a traspasar unos límites que ahora se convierten en escandalosos -y sospechosos-, como apoyar a un ministro del Interior acorralado como José Barrionuevo o calificar de ejemplar al empresario Javier de la Rosa.

Señalo estos gestos del presidente Pujol porque todo este derrumbamiento de la política española tiene su raíz en el proceso catalán hacia la independencia. Hacen el ridículo los que acusan al «procesismo» de ser un pasatiempo, cuando resulta que, más allá de a lo que llevará a Cataluña, está dinamitando el edificio político español parido en la Transición de 1978, ahora en sus últimos coletazos. Sí: había sido CiU, siempre a punto de salvar a España de ella misma, quien mantenía el equilibrio. ¿Bipartidismo en España? Sí, pero siempre apuntalado por los regeneracionistas vascos y sobre todo catalanes. La resistencia de los últimos años de Josep Antoni Duran Lleida al proceso catalán no debería interpretarse en primera instancia en clave de supervivencia personal, como se ha hecho injustamente, sino como la lucidez propia de quien ve que es la piedra de toque de un arco que, cuando se retira, caerá entero.

Hace años, antes de cualquier gran movilización, pronostiqué que la independencia provocaría un radical cambio del mapa político en Cataluña. Y sí: comenzó con la derrota del PSC, ha seguido con ICV, ha hecho desaparecer CDC -y en la práctica UDC- y creo que tarde o temprano le tocará a ERC. Pero, en cambio, confieso no haber intuido la magnitud de lo que sí veía Duran: el derrumbe del sistema español. Que el PP no haya podido contar con la tradicional y leal muleta de CiU explica este año encallados. Pero la ruptura del PSOE se ha producido porque los socialistas tampoco han podido contar con los independentistas catalanes, y que justo cuando Pedro Sánchez ha dicho que se debería hablar de eso, lo han dinamitado.

Seguro que Felipe González comparte y defiende los intereses de estabilidad que convienen al Ibex, o que aún sueña con presentarse en Europa como un gran estadista. Pero lo que le ha hecho saltar, lo que explica su vergonzosa complicidad con la monarquía y el propio PP, es salvar a España de los catalanes. ¡Cuánta razón tenían los que lamentaban que la estabilidad política española siempre terminara en manos de la periferia! ¡Cuánta razón los que se daban cuenta de que el peligro para la unidad de España no eran los vascos sino los catalanes! ¡Y cuánta fuerza tiene el independentismo, aunque a menudo no la sepamos reconocer ni, lo que es peor, utilizarla!

ARA