Colón

12 de octubre

FERRAN SÁEZ MATEU

Defendí mi tesis doctoral en 1992, hace casi un cuarto de siglo, en un momento de verdadera euforia colectiva: los Juegos Olímpicos, la Exposición Universal de Sevilla, la capitalidad cultural de Madrid y, para acabar de remachar la cosa, la conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Hago este breve preámbulo porque el trabajo académico que presenté dedicaba sus 700 páginas al estudio del impacto de las crónicas americanistas del siglo XVI en la filosofía europea y, más concretamente, en la obra de Michel de Montaigne (en 1992 se conmemoraba también el 400 aniversario de su muerte). En ese momento de vacas gordas, nadie tenía ganas de oír cosas que contravinieran las habituales historias de buenos y malos relacionadas con la conquista de América, los viejos esquemas escolares, los tópicos de siempre. Cuando las conmemoraciones oficiales entran por la puerta, los matices y el rigor académico saltan por la ventana: el objetivo no es saber cosas nuevas, sino corroborar ideas viejas, aunque sean inverosímiles, o directamente falsas. De eso me di cuenta muy pronto, pero el hecho no deja de sorprenderme.

Hace unos días pensé a raíz de la propuesta de un partido minoritario en el Ayuntamiento de Barcelona que, gracias al papanatismo y la violencia simbólica de la corrección política, dispone hoy de una sobrerrepresentación mediática inaudita. Pedían la retirada de la estatua de Colón, en el final de la Rambla de Barcelona. En el mismo pack, por cierto, cuestionaban la posibilidad de un hermanamiento con la ciudad israelí de Tel Aviv. Ambas cosas, ciertamente, forman parte del mismo cóctel ideológico indigesto y demodé, que ya era viejo y rancio a finales de la década de los 70, como toda esta parafernalia de camisetas con mensaje, gestualidad inflada y currículos tristes. Si no fuera porque la fecha de publicación de este artículo es la que es, no habría hablado del mismo. Pero hoy -qué le vamos a hacer- es 12 de octubre, y hace apenas 524 años Colón pisó alguna isla de lo que hoy son las Bahamas. Aquello cambió la historia de la humanidad, para bien y para mal, no sólo la de Europa y América. Los abusos que se cometieron contra los indígenas del Nuevo Mundo son escalofriantes, ciertamente. En algunos casos concretos hablar de genocidio no resulta exagerado. En todo caso, hacer responsable a Colón es más o menos como culpar a los hermanos Wright, pioneros de la aviación moderna, de haber propiciado el lanzamiento de la bomba atómica de Hiroshima desde el Enola Gay.

Dejemos, pues, de lado los pinceles gruesos y primarios y dirijámonos hacia otros territorios más interesantes. Bartolomé de las Casas fue el gran icono de la izquierda indigenista latinoamericana durante muchos años. Llegó a lo que hoy es la República Dominicana en 1502 y, después de ver aquel panorama desolador, inició a partir de 1514 una enconada e incansable defensa de los indios contra los abusos de los encomenderos (los españoles que tenían asignados grupos de indios en régimen de verdadera esclavitud, aunque legalmente eran libres). Es entonces cuando Las Casas propone a la Corona española la primera importación de esclavos africanos, concretamente 4.000 personas. Sí, lo han leído bien. Las Casas argumenta que, teniendo en cuenta tanto el testamento de Isabel la Católica del 1503 como las bulas alejandrinas promulgadas en Roma en 1493, los indígenas americanos eran súbditos de la Corona, no esclavos. Los africanos comprados a los portugueses, en cambio, no tenían esta condición jurídica y, en consecuencia, podían servir para aliviar las terribles condiciones de los indios. Quien quiera ver racismo en todo esto se equivoca de lleno. Este concepto es muy posterior; en su sentido moderno lo utiliza por primera vez François Bernier en 1684. Desde la perspectiva de su tiempo, el argumento de Las Casas era bienintencionado, aunque hoy nos parezca un despropósito indefendible y abominable. En casos así siempre hay un dilema: blandir el pincel grueso y sacar los miles y miles de estatuas de este fraile dominico que hay extendidas por toda España y América o bien analizar sus textos con el implacable escalpelo de la hermenéutica.

¿Debemos ser críticos con Colón, o con el mismo Las Casas? ¡Por supuesto! En cambio, creo que no nos podemos permitir el lujo de derribar la primera estatua con la que tropezamos. Esta actitud iconoclasta no suele servir para cauterizar heridas, ni tampoco para reivindicar causas justas, sino para crear confusión, para hacer ruido. Y es que tal vez se trataba de eso, ¿no?

 

 

El monumento de Colón o cómo se simbolizan las sociedades

Gerard Horta

VILAWEB

El eco mediático provocado por la propuesta de la CUP de Barcelona de derribar el monumento de Colón situado en el final de la Rambla resulta esclarecedor respecto a cuestiones que se han invisibilizado en el debate posterior.

Cuando hace un siglo el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski definía la historia como «el mapa mitológico de los occidentales» remitía a que las sociedades construyen, reifican -y transforman- sus propias explicaciones de sí mismas y del mundo. Esta construcción de las representaciones a través de las cuales los humanos manifestamos las maneras como nos emplazamos en el mundo abarca todo tipo de simbolizaciones, contradictorias dentro de una sociedad de clases como la nuestra. Por eso en septiembre de 2015 la CUP planteó la necesidad de modificar el nomenclátor, los monumentos y los nombramientos de hijos predilectos de Barcelona que reflejan todo tipo de procesos vinculados a la inferiorización de grupos sociales por razón de clase, género, adscripción política o religiosa, etc.

La erección de una estatua, sea cual sea, forma parte de este proceso histórico: ¿qué recordamos, qué valoramos, cómo nos explicamos, qué referentes históricos ofrecemos para actuar en sociedad? (¿Por qué plaza del Virrei Amat y no de Joan Salvat-Papasseit, como en los años treinta?). Podríamos seguir el hilo de la historia de Barcelona a través de la vida y la muerte de sus monumentos, pero también a través de los monumentos que nunca se han erigido. A nadie se le ha ocurrido preguntarse por qué en 1888, a raíz de la Exposición Universal, se homenajea a Colón y no a Isabel Vilà, la pedagoga anarquista y espiritista -«la primera sindicalista catalana», dijo de ella Francesc Ferrer i Gironès-.

Otro antropólogo, Dan Sperber, mantenía que para entender una representación simbólica -por ejemplo, una estatua- no debemos mirar el símbolo directamente. El símbolo es como un foco de luz, si miramos el foco nos deslumbra y no vemos nada. Hay que fijarnos en la luz que proyecta el foco, hacia donde se dirige la luz, que ilumina, es decir, cómo se manifiesta socialmente, qué canaliza y hacia dónde vehicula pensamientos y acciones sociales. Por esta razón Claude Lévi-Strauss afirmaba que el símbolo es siempre más potente que la realidad que simboliza: este foco de luz es susceptible de iluminar cualquier terreno de la sociedad.

¿Qué ha sucedido con la propuesta de pulverizar el monumento de Colón? Se ha reprochado a la CUP que menospreciara el origen catalán y las «bondades» del modelo de relaciones con los indígenas americanos conquistados que la figura de Colón dicen que encarna. Desconozco los estudios de Jordi Bilbeny al respecto, y todo antropólogo es consciente de que cualquier Estado legitima su concepción de la historia manipulándola, ocultándola, negándola o largando falsedades y silencios por escuelas, universidades y medios de comunicación. Ahora bien, parece que falta tiempo para reunir pruebas y rupturas culturales que hagan de Colón un símbolo de encuentro entre iguales y no de imposición. ¿Se ha de atribuir a Colón la única responsabilidad de una colonización sangrienta? No. Sin embargo, lo que motiva la propuesta de la CUP es el rechazo de los contenidos asociados históricamente a este monumento. Para algunos, que Colón señale a Mallorca homenajea a los Países Catalanes; pues bien, ¿por qué no damos la vuelta a significados ocultos y erigimos un nuevo monumento a los Países Catalanes y a la solidaridad internacionalista?

Es evidente que a lo largo del tiempo la estatua de Colón ha sido objeto de una representación dominante de acuerdo con la que se ensalza un proceso colonial y, en definitiva, esclavista. Las estatuas situadas en la base del monumento de Colón sintetizan los motivos de la vinculación historiográfica y estatal española entre la figura de Colón y los sucesivos días de la Raza, la Hispanidad y la Fiesta Nacional. La figura de un hombre americano arrodillado a los pies de un cura europeo habla por sí misma. Más allá de cómo se pondere a Colón, véase el estudio clásico de Eric Wolf en cuanto al desarrollo terrorífico del proceso colonial occidental (‘Europa y la gente sin historia’, 1982) o la investigación sobre los traficantes de esclavos catalanes y españoles de Gustau Nerín (‘Traficantes de almas’, 2015), en relación con África.

En 1936, los anarquistas catalanes convirtieron la estatua de bronce del esclavista Antonio López en munición antifascista y revolucionaria. La reposición franquista posterior y el mantenimiento de López en el nomenclátor, sostenido por todos los gobiernos municipales desde 1979, exige retomar urgentemente el debate que la CUP proponía hace un año. Con un apunte final: como planteaba Manuel Delgado (‘La ira sagrada’, 1992), la iconoclastia europea -la destrucción de imágenes y símbolos de entrada religiosos- es paralela al proceso de modernización hace 500 años, en 1909 y 1936. La cuestión, siempre, consiste en saber qué proyecto social de modernidad defendemos: colectivista y emancipador o clasista y colonialista. La CUP cuestiona, guste o no, las dimensiones más que oscuras que monumentos como el de Colón simbolizan. Esto explica que un grupo de personas derribaran, por ejemplo, el monumento de los Caídos en la Diagonal en 2005. Al menos, eso es lo que yo interpreto como antropólogo social.