De desobedientes a obedientes

La palabra desobediencia, como concepto político, no me gusta. Es un término negativo que no propone nada en particular. Se limita a mostrar su disconformidad ante una determinada norma o un estado general de cosas. No nos dice qué otra norma va a sustituir a la que no se acepta. Incluso puede sugerir, equivocadamente, que el ideal es no tener que someterse a ninguna norma en particular. En ausencia de alternativa, la palabra desobediencia tan sólo avisa de lo que no se está dispuesto a escuchar. (Obediente deriva del latín audire y significa “aquel que escucha”, y desobediente, “aquel que no quiere escuchar”).

Sin embargo, no se me escapa el alto valor de determinadas desobediencias históricas, cuya fuerza está en el hecho de estar orientadas a provocar grandes cambios, y sobre todo a conseguirlos. Desde la resistencia pasiva y la no violencia de Gandhi contra los colonizadores británicos, hasta la desobediencia de Rosa Parks a la ley de segregación racial que daba prioridad a los blancos en los autobuses. Y así, muchas otras. La desobediencia es el gesto del débil ante un estado de cosas considerado injusto, aparentemente inamovible. Pero véase que siempre han sido desobediencias orientadas a nuevas obediencias. En el caso de Gandhi, para la creación de un nuevo Estado independiente. Y en el caso de Parks, para la obediencia a la Constitución norteaméricana, después de que el Tribunal Supremo de EE.UU. reconociera que esta amparaba a los desobedientes. Es decir, desobedecer se convirtió en la obediencia a una ley superior.

Así pues, si la obediencia remite a una autoridad, la desobediencia como estrategia de transformación, si quiere ser útil, también debe remitir a una autoridad alternativa considerada como la realmente legítima. O dicho con más precisión: la desobediencia bien orientada es la que desenmascara la pérdida de autoridad de un poder determinado, a quien ya no se está dispuesto a seguir. Y es que tanto la obediencia como la desobediencia necesitan un marco normativo de referencia. Obedecer la ley sólo tiene sentido si se trata de una norma para la que se reconoce la legitimidad del marco general que le confiere autoridad, y que es la manera como un poder deja de ser mera imposición unilateral.

La situación en la que se encuentra la sociedad catalana es precisamente esta. Para una parte muy numerosa de los catalanes, la ley que emana de la Constitución española, y las sentencias y resoluciones de sus tribunales, han dejado de tener autoridad por mucho que conserven un cierto poder coercitivo. El fracaso de la reforma estatutaria y la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 representaron la ruptura desleal y definitiva del pacto constitucional de 1978 y, en definitiva, su pérdida de autoridad. Por eso resultan patéticos –en el sentido literal, que dan pena– estos políticos que siguen amenazando con hacer cumplir la ley, como si no tuvieran bastante con la ostentación de un poder ahora desautorizado. Como ya han demostrado que no tienen la voluntad ni son capaces de restituir la autoridad que acompaña a toda ley, por mucho que insistan, no conseguirán imponerla a la fuerza. No les funcionará aunque amenacen a diestro y siniestro. La respuesta es clara: “Ya no nos dais miedo”. ¿No ven que da risa que acusen de radical y de desestabilizadora a una mayoría absoluta de un Parlamento democrático?

Los llamamientos a la desobediencia en Catalunya, pues, ya han llegado a aquel punto de suficiente legitimidad como para no ser considerados como la rabieta de un supuesto ‘català emprenyat’ (‘catalán cabreado’), como parece que todavía quieren dar a entender las instituciones políticas españolas. Cuando la desobediencia ya no es sólo patrimonio de una minoría radical, sino que es asumida por la gente de orden, e incluso por primeros cargos institucionales como es la presidencia de un Parlamento, es que tal desobediencia ya se ha transformado en una nueva obediencia. Significa que ya se está dispuesto a obedecer a otra ley con todas sus consecuencias, porque ya es la nueva autoridad. No de manera formal, pero créanme: en la práctica, para una gran mayoría de catalanes, la declaración unilateral de independencia ya se ha producido.

Martin Luther King se refería al gesto de Rosa Parks con estas palabras: “Hay un momento en el que hay que decir basta, en el que las personas gritan ‘ya no puedo más’”. Puede parecer que me pongo épico, y pueden parecer exageradas las referencias a Gandhi, Parks y King. Pero es que para muchos catalanes el peso de las leyes españolas ha resultado abusivo, fuera de toda justicia. La voluntad de humillación, demasiado insoportable. Y los gestos para reafirmar el poder del Estado, incluido el trabajo sucio del Ministerio del Interior, ya llevan tiempo fuera de toda posibilidad de reconocimiento mutuo. Tener un modelo de nación obsesionado con el miedo a la disgregación territorial, poniendo más el acento en la uniformidad que en el valor de la diversidad, ha acabado quebrando el propio proyecto. Una vez más, España llega tarde para reconducir aquello que ya es inevitable.

LA VANGUARDIA