Dos planetas distintos

En el AVE entre Madrid y Barcelona, basta mirar por la ventana un momento, en cualquier punto del trayecto, para saber si estamos en Catalunya o no. La vieja frontera carolingia no es sólo una línea en los mapas: es un corte nítido entre dos medios naturales diferentes.

Durante la primera parte del viaje, saliendo de Barcelona, el horizonte está siempre relativamente próximo. La luz es matizada. Se ven campos cultivados, árboles, vegetación. El paisaje, dominado por una mezcla de verdes, marrones y amarillos, está lleno de desniveles y ondulaciones. La mirada abarca casi siempre la presencia del hombre y es raro el momento en que no se ve un pueblo, una casa de campo, un terreno cultivado.

De repente, cuando el tren abandona Catalunya, el paisaje pierde fecundidad y dulzura y gana grandeza y rigor. El horizonte se aleja. La presencia humana se hace más escasa, limitada a algún pueblo pegado a la llanura. Los pocos árboles que se ven son encinas y, cerca de los ríos, chopos. La luz es más metálica. El cielo tiene siempre un punto de dramatismo.

Del mismo modo, basta echar un vistazo a un quiosco o poner la radio un momento para saber si estamos en Barcelona o en Madrid. No sólo por la lengua: el tono y el contenido del debate también son distintos. En Barcelona, el tono suele ser sereno y matizado, incluso ahora que las posiciones más extremas están tan distanciadas. Siempre hay un punto de ironía, siempre se deja una vía abierta al diálogo. Las divergencias de opinión se relativizan. En Madrid, el tono es más franco, más noble, más directo. Las palabras fuertes y los choques frontales no descalifican sino que enaltecen. La diferencia en el contenido del debate es aún más visible. Se habla de otras cosas, con otro lenguaje, con otras categorías.

Se atribuye a menudo a la influencia del nacionalismo la tendencia de muchos catalanes a mirarse el ombligo, política y culturalmente hablando. La crítica está en parte justificada. Borges describió Irlanda como una tierra poblada por personas arrebatadas por la curiosa pasión de ser incesantemente irlandeses. De los catalanes, hoy, se podría decir algo parecido. Pero Madrid también se mira el ombligo. Lo que pasa es que el ombligo de Madrid no es la identidad, sino el BOE, el gran objeto del deseo de las clases dirigentes españolas, la bolsa de valores donde se hacen los mejores negocios, el verdadero templo del poder.

Hace unos años, antes del referéndum, pregunté a un prestigioso periodista inglés qué pensaba del independentismo escocés. ¿Llegarían a ser independientes? En broma, respondió que en realidad ya lo eran, porque tenían un debate político propio, totalmente diferente del de Londres. Era una boutade, pero no carecía de un punto de razón: Escocia tiene un demos en parte diferente del inglés. En Catalunya pasa lo mismo: el debate es muy diferente del resto de España.

Políticamente, hoy, Catalunya y el resto de España son dos universos totalmente separados, sin ningún punto de contacto. En Barcelona, parece como si la Constitución no existiera, como si los millones de españoles que ven en la Constitución el baluarte de sus libertades no contaran. En Madrid, en cambio, cuando se habla de Catalunya parece como si no hubiera nada más que la Constitución, una Constitución que es a la vez muralla defensiva y coartada inmovilista. Son lógicas diferentes. Para muchos catalanes, por poner un ejemplo que estará de actualidad muy pronto, la concesión del suplicatorio para juzgar a Francesc Homs por el 9-N parece incomprensible (o demasiado fácil de comprender, según se mire). En cambio, en el resto de España, muchos, sorprendentemente, la consideran procedente o inevitable, aunque signifique echar más leña al fuego.

La distancia mental es tan grande que a veces da la impresión de que la desconexión ya se ha producido. Media Catalunya pasa del resto de España y el resto de España pasa cada vez más de Catalunya. En Madrid, los círculos políticos, obsesionados con una lucha por el poder muy dura, tienden a olvidarse de lo que pasa más allá del Ebro. Uno no puede evitar preguntarse si el ejercicio de la capitalidad no exige prestar más atención para saber cómo se ven las cosas fuera de Madrid. Decir que la incomprensión es total es pecar de optimismo. Para comprenderse, hay que comunicarse. Aquí lo que es total es la incomunicación.

Madrid y Barcelona, tan cercanas gracias al AVE, están más alejadas que nunca, y los círculos políticos de la capital son tan responsables de ello como los de Barcelona o quizás más, porque una de las responsabilidades de dirigir un país es ocuparse de todas las personas que viven en él, piensen lo que piensen y hablen la lengua que hablen. Dos no se alejan si uno no quiere. Habría que construir un AVE político que acortara la distancia entre estos dos universos. El pasado lunes, en Madrid, Carles Puigdemont pidió diálogo. Podría ser un buen comienzo. Pero nadie parece tener mucho interés.

LA VANGUARDIA