Un funcionario nacionalista

Una de las cosas que más sorprenden a muchos analistas internacionales, e incluso a no pocos diplomáticos, respecto del conflicto entre los gobiernos español y catalán es la total ausencia de contrapropuestas españolas que neutralicen las demandas catalanas. No hace mucho, el representante en Barcelona de un importante país de la Unión Europa me comentaba discretamente que su Gobierno estaba perplejo porque no entendía cómo Rajoy había dejado que las cosas llegaran a una situación tan grave y sostenía que el jefe del Gobierno español se había convertido en el principal alimentador del independentismo catalán.

Quizás si se conociera mejor la naturaleza del nacionalismo español se entendería esta actitud. Xosé M. Núñez Seixas, profesor de la Universidad de Munich y uno de los especialistas de mayor prestigio internacional, ha señalado que el nacionalismo español se ha alimentado demasiado del pasado y casi no ha elaborado proyectos de futuro realmente ambiciosos, con capacidad de crear amplios consensos y penetrar con eficacia en la variada sociedad hispánica. Porque una de las características del españolismo, y eso ya lo remarcó hace más de treinta años el historiador José María Jover, es ser una propuesta notablemente nostálgica y poco ambiciosa dado que, desde el siglo XIX, manifiesta “una instalación satisfecha en el presente y una ausencia de imaginación creadora ante el futuro”.

Tanto en su tendencia conservadora como en la progresista, el nacionalismo español no ha sido nunca inclusivo, sino excluyente. Siempre ha contemplado la diversidad cultural como un hecho anómalo y problemático y ha sostenido con vehemencia que no hay más nación que la suya. Su discurso se configuró, ya en el siglo XVIII, a partir de la convicción de la superioridad cultural e, incluso, cívica y moral del castellano respecto de las otras culturas hispánicas, consideradas inferiores y a menudo vistas como residuos de rusticidad y de retraso.

Esta soberbia, y al mismo tiempo dejadez, es lo que después le ha impedido enfrentarse con efectividad a los discursos de los nacionalismos vasco y catalán. Núñez sostiene que, como los nacionalismos alternativos tenían que construirse frente al español, eso les forzó a elaborar proyectos muy pensados en función de las sociedades a quienes se dirigían y con la voluntad de ofrecer una perspectiva de un futuro mejor. Frente a eso, y durante muchos años, los gobernantes españoles consideraron que no había que reforzar los sentimientos patrióticos con proyectos modernizadores e ilusionadores, que era bastante con vivir del pasado glorioso, y dieron por bien arraigada su nación. Y cuando, después del desastre de 1898, se dieron cuenta del grave error cometido, ya era tarde.

La crisis del 98 incrementó la indiferencia de muchos catalanes hacia la identidad oficial española al hacerse patente su escasa capacidad de convicción y de atracción: recordad el escepticismo distante de la ‘Oda’ de Joan Maragall. Si entonces en Madrid los regeneracionistas se lamentaban porque “no hay nación”, en Barcelona en cambio muchos intelectuales sostenían que era el momento de reforzar la identidad propia y de activar el catalanismo político. Y así, la débil y poco estimulante identidad española se encontró con la competencia de una nueva y ambiciosa propuesta catalanista. La misma iconografía de la época nos presenta la imagen de una España envejecida, enferma y pobre que contrastaba bastante con la de Catalunya, representada por una mujer joven, atractiva y moderna.

Todo discurso nacionalizador con el fin de ser eficaz no solamente tiene que difundirse desde las esferas oficiales –las instituciones y administraciones públicas– sino que también tiene que ser asumido por buena parte de la esfera semipública o sociedad civil –entidades, asociaciones, publicaciones, etcétera– y también tiene que ser bien acogido en la esfera privada –familia y círculo de amistades–. Y, para poder arraigar socialmente, tiene que ser percibido como una propuesta de un porvenir atractivo. Pero en el caso español, después de la crisis del 98, desde los medios oficiales se intentó difundir un discurso identitario impregnado de los elementos más típicos del nacionalismo exclusivo. Entonces la respuesta española fue reaccionar frente al catalanismo y al nacionalismo vasco con proclamas llenas de esencialismo, de vehemencia y de agresividad. Y así nunca se crean consensos, ni se penetra dentro de una sociedad reticente o escéptica, sino que se consolidan las diferencias identitarias. Las actitudes de acercamiento, de comprensión y de “conllevancia” del nacionalismo español hacia las otras identidades hispánicas han sido siempre minoritarias y relativamente efímeras.

De todos modos las intransigencias españolistas de hoy también responden a unos intereses muy precisos: a la necesidad de mantener el actual modelo de Estado nación y de continuar con las prácticas centralizadoras y uniformistas de siempre. El auténtico poder en España está en manos de unos sectores que no soportan las diferencias identitarias y no quieren ninguna redistribución del poder. Se trata de una especie de corte de intereses, afincada en Madrid, integrada por banqueros, gestores de empresas multinacionales, altos funcionarios y dirigentes y exdirigentes de partidos políticos, que tiene la firme voluntad de no hacer ninguna concesión de poder, ni en el terreno político –soberanía– ni en el de la economía –financiación–. Rajoy es un ejemplo evidente de estas actitudes: es incapaz de ofrecer a los catalanes un proyecto de futuro estimulante y actúa mucho más como un funcionario nacionalista del siglo XIX que como un demócrata europeo de hoy.

LA VANGUARDIA