Trump y la democracia

Con la victoria de Donald Trump ha quedado enterrada la euforia progresista que impulsó la primera globalización, y probablemente el prestigio intocable de buena parte de su sistema de valores. El hecho de que Trump haya ganado contra pronóstico, en un clima de absoluta hostilidad por parte de las élites de algunos países democráticos, añade un elemento de dramatismo a las contradicciones que debilitan Occidente desde ya hace un tiempo.

No es la primera vez que las luchas por el poder hunden a los países que han forjado los valores de la modernidad en una noche de crisis económica y de desorientación política. La Primera y la Segunda Guerra Mundial, las guerras napoleónicas, o incluso la guerra de Sucesión o la de los Cien Años, también fueron fruto de las tensiones internas que la idea de progreso ha provocado en nuestra historia.

Hasta hace poco, se presuponía que China tendría que democratizarse o morir de éxito. Nadie pensaba que países como Rusia o Irán pudieran plantar cara al liberalismo occidental, a través de regímenes de alma autoritaria. No hace mucho, Turquía parecía destinada a converger con los valores de la Unión Europea no tan sólo gratis, sino incluso a despecho de los menosprecios de Bruselas. ¿Quién se acuerda ahora de Ucrania?

El complejo de superioridad moral de las élites progresistas se ha vuelto tan impermeable que de nada ha servido señalar que el número de potencias militares, basadas en la democracia, se iba reduciendo. De nada ha servido advertir que el multiculturalismo se estaba convirtiendo en una especie de neocolonialismo de estar por casa, con unos efectos desestructuradores que recuerdan a los que Occidente ha infringido a otras civilizaciones, con el pretexto de comerciar o educarlas.

La victoria de Trump me recuerda aquello que Joan Maragall le respondía a Unamuno cuando el escritor castellano le decía que Catalunya debía catalanizar España. El imperialismo tiene que ser un efecto de la vitalidad de una civilización. Cuando los ideales son una huida hacia adelante más que el reflejo del dinamismo de una sociedad acaban haciendo aguas, por más bonitos que sean. Trump y los fracasos de los últimos años nos recuerdan que la república de Weimar se colapsó por un exceso de idealismo, igual que la Catalunya de los años treinta.

Ahora es interesante leer el artículo que Augusto Assía escribió cuando los nazis subieron al poder. El entonces corresponsal de La Vanguardia no cargó contra Hitler, como la mayoría de comentaristas. Su análisis fue corroborado por el tiempo y venía a decir que Alemania necesitaba, efectivamente, una política nacionalista y socialista. Lo que lamentaba Assía era que la estulticia de los intelectuales y de los líderes prestigiosos del país hubieran dejado esta política en manos de figuras cada vez más bajas.

Trump representa la cara oscura y grosera de la democracia, pero eso no saca que su victoria contra la fuerza del sistema no sea una expresión de la vitalidad de los valores occidentales. Que aparezca un Trump es lo mínimo que le puede pasar a un país democrático, cuando las élites abusan del buenismo y se instalan en el desprecio cínico y condescendiente de los electores. Y quien dice Trump, dice el Brexit, o el procés de las sonrisas socialistas que a veces parece que tenga que asfixiar al independentismo catalán.

Como ya he contado en artículos y algún libro, la democracia ha llegado ante una encrucijada. Ante la pérdida de posiciones que el poder occidental está sufriendo en el mundo, las élites han intentado mantener su margen de maniobra banalizando la democracia y criminalizando a los sectores más descolgados de la globalización. La liberalización ha servido para impulsar agendas geopolíticas de cariz imperialista con el pretexto de un bienestar y de un igualitarismo de película de Hollywood. Pero, aún así, se va viendo que si no hay un salto cualitativo que empodere al individuo, a la larga la democracia no podrá resistir la influencia del autoritarismo.

Tras el machismo, el nacionalismo y el resto de espantajos retóricos que se han utilizado para combatir a Trump, no hay sólo una guerra cultural entre el campo y la ciudad o entre progresistas y conservadores. También hay muchos años de hipocresía y de monas vestidas de seda. Los tuiteros que dicen que la victoria de Trump les ha hecho perder la fe en la democracia tendrían que recordar que el candidato republicano se ha jugado su propio dinero y el prestigio de su marca comercial en la campaña.

Los sectores que hasta ahora han devaluado la democracia jugando con el dinero de los otros seguro que intentarán utilizar Trump de pretexto para seguir devaluándola. Lo harán utilizando las mismas estrategias alarmistas de siempre. Cualquiera que conozca el sistema de equilibrios de los Estados Unidos sabe que la figura del presidente tiene un poder más simbólico que efectivo. La prueba es que el último presidente que desafió al sistema americano antes de Trump fue asesinado, y que Obama se ha encontrado limitaciones enormes para dar aplicación a sus discursos.

Obama simbolizaba la superación del segregacionismo norteamericano y del maquiavelismo en la política internacional y, en cambio, ha acabado con un crecimiento de la violencia policial contra los negros y un crecimiento del autoritarismo en todo el mundo. Trump ha demostrado que se pueden ganar unas elecciones prescindiendo de las opiniones de los diarios y de los políticos programados por los poderes financieros. Es más fácil criminalizarlo porque simboliza la victoria de los que hablan claro y no piden perdón por existir, pero también puede ser más inspirador y revolucionario.

Como cualquier síntoma de un problema igual puede ser una oportunidad como un peligro.

ELNACIONAL.CAT