La burguesía

Existen en la vida pocas cosas más persistentes, más difíciles de corregir que un buen tópico. Me refiero a una idea, a una construcción mental que tal vez algún día fuese verdad, o medio verdad; pero que, convertida en dogma de fe —en algo que no necesita demostración —, es capaz de atravesar incólume cambios de generación o de época, y seguir siendo para muchos una clave explicativa de la realidad.

Entre los tópicos político-sociales más tenaces de la historia contemporánea de España está el que identifica catalanismo (después, nacionalismo catalán) con burguesía. Fue una sinonimia falsa durante la fase formativa del catalanismo, antes de 1900 (mientras los catalanistas redactaban las Bases de Manresa, los “propietarios de los medios de producción”, según la definición canónica, hacían fortuna en Cuba) que se convirtió en cierta —al menos, a nivel de hegemonías— durante el primer cuarto del siglo XX, para dejar de serlo en los años republicanos. La auténtica burguesía catalana no se dejó seducir jamás por Macià ni —menos aún— por Companys.

El sarampión izquierdista de la salida del franquismo y el papel que comenzaba a jugar Jordi Pujol realimentaron la ya vieja ecuación nacionalismo=burguesía, expresada a menudo en términos “marxistas-lerrouxistas”, como decía con sarcasmo Pep Termes. Después, es indudable que, en sus años dorados, la Convergència i Unió de Pujol y de Duran —siendo muchísimo más que una fuerza “burguesa”— defendió los intereses del empresariado catalán, sobre todo ante el poder central, y gozó del apoyo de aquel. Si de todo aquello cabe deducir, como hizo Julio Anguita en 1994, que esa burguesía vagamente catalanista era “la peor burguesía de España”, eso ya es opinable.

De cualquier modo, aquel panorama se sitúa a años luz del actual. Por eso sorprende que, siendo 44 años más joven, el hoy heredero de Anguita, Alberto Garzón, siga apelando a un tópico tan apolillado. Para expresar su legítimo desagrado ante la polémica intervención parlamentaria del republicano Gabriel Rufián en el debate de investidura, al líder de IU no se le ocurrió otra cosa que reprochar a ERC “la hipocresía” de cultivar el izquierdismo en Madrid mientras “en Cataluña va de la mano de la burguesía”.

La antigua Convergència, el actual PDECat, ¿es o representa hoy a la burguesía? Si este no fuese un artículo serio, me sentiría tentado de exclamar: ¡qué más quisieran Artur Mas, Carles Puigdemont, Neus Munté, Marta Pascal, David Bonvehí y compañía…! Si Alberto Garzón cree eso, es urgente que sus correligionarios de EUiA le organicen un intensivo de inmersión en la realidad catalana, en su prensa y en su sociedad civil, para sacarle de tan mayúsculo error.

Cuando lo haga —el intensivo—, Garzón descubrirá por ejemplo que, el pasado día 2, doña Esperanza Aguirre compareció en uno de los máximos reductos de la genuina élite social catalana, el Círculo Ecuestre. Y que, acogida con fervor, se vio desbordada en españolismo por muchos de los socios presentes, nostálgicos de Vidal-Quadras y partidarios de resolver el “desafío secesionista” con unas cuantas compañías de la Guardia Civil. Y bien, según los análisis de clase del marxista Garzón, esos caballeros del Ecuestre, ¿qué eran? ¿Proletarios, white collars, lumpen, mesocracia empobrecida…?

Pero no es preciso buscar ejemplos extremos. Si el coordinador federal de IU está tan seguro de la identidad entre el actual espacio postconvergente y “la burguesía”, ¿sería tan amable de indicarnos qué entidad o foro empresarial, qué gran patronal ha manifestado, a lo largo de los últimos cinco años, su apoyo a las propuestas soberanistas o independentistas de CDC-PDECat? Desde que el partido de Artur Mas inició su “deriva independentista”, la lista de grandes empresarios o gestores empresariales catalanes que, pese a la habitual circunspección política de ese mundo, se han manifestado rotundamente en contra de aquella apuesta (los Palatchi, Bonet, Gallardo, Malet, Gay de Montellà, García-Nieto, etcétera) es notoria. ¿Dónde están sus equivalentes independentistas?

Durante muchas décadas del siglo pasado, el discurso dominante en España descalificaba las demandas del catalanismo con alusiones despectivas o amenazadoras al “arancel” y al “viajante de paños catalán”. Es triste que, en 2016, representantes de una izquierda ilustrada despachen el litigio hablando de “la burguesía”. Y no quiero ni pensar qué dirían los Güell, los Girona o los Arnús si viesen erigido en presunto líder político de su clase al hijo periodista de un pastelero de Amer.

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