Lo que pasa en Cataluña

El historiador Xavier Casals acaba de publicar ‘La Transición Española. El voto ignorado de las armas’, en lo que resulta ser una obra de referencia para comprender las dimensiones y alcance de la Transición. Casals, con un estilo ponderado y tratamiento riguroso, ha diseccionado este período histórico con base en la dialéctica entre fuentes documentales y dibuja un panorama oscuro, más duro y sobrecogedor de lo que imaginan los críticos con aquel proceso en el que el franquismo se disfrazó de democracia. A diferencia de otros trabajos precedentes, esta obra marca un punto fronterizo entre el periodismo que especula y la historiografía capaz de analizar con suficiente distanciamiento acontecimientos del pasado.

El historiador barcelonés plantea una tesis interesante a partir de hechos conocidos. La Transición española fue la más violenta de las que tuvieron lugar en el continente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Diversas investigaciones indican que entre 1973 y 1982 se produjeron entre 500 y 700 muertes en 3.200 acciones violentas de carácter político, mucho más que durante el pistolerismo de la década de 1920. Ahora bien, el autor considera que este ambiente acabó convirtiéndose en un factor que consolidó la democracia respecto a aquellos que utilizaban las armas para desestabilizarla. Es constatable que, en cuatro décadas, el Estado ha pasado a tener una de las tasas de homicidio más bajas del mundo occidental, y la opinión pública del país rechaza, de manera casi unánime, la violencia con fines políticos.

Ahora bien, las cerca de 800 páginas de un libro bien documentado y que repasa con exhaustividad la mayor parte de los episodios controvertidos del período permiten al lector hacer su propia composición. Más allá de la voluntad de Casals, la obra nos radiografía una España en transición no alejada de una Alemania Oriental en la que los distintos servicios de espionaje escrutan la vida privada de millones de ciudadanos y el Estado destruye las vidas de aquellos no dispuestos a agachar la cabeza. A diferencia de la Stasi, hoy no es posible consultar los archivos de un Estado policial que lo sabía casi todo de todos. Aparte de las dificultades impuestas a los historiadores para consultar fuentes oficiales, se destruyeron los archivos del partido único, y las normativas vigentes, fundamentadas en la ley de amnistía de 1977 (de «punto final») consolidada en algunos preceptos constitucionales, impiden indagar en la cruda impunidad de los aparatos represivos. Precisamente, una de las cosas que destacan del período es la connivencia entre cuerpos policiales, ejércitos, jueces y una larga cadena de violencia subcontratada a grupos de ultraderecha o mercenarios de fortuna (ultraderechistas italianos, argentinos o la OAS francesa) para intimidar la oposición y controlar un proceso a la democracia vivido como una amenaza del franquismo.

Es hasta cierto punto normal. Cada cuerpo represivo disponía de su propio servicio de espionaje, uno de los cuales el SECED, controlado directamente por Carrero Blanco, constataba que la corrupción era generalizada entre las élites franquistas y sus colaboradores. Una hipotética democracia suponía una amenaza para mantener la capacidad de enriquecerse ilícitamente o todo aquello que el franquismo había robado (desde empresas públicas hasta bebés). De ahí que la violencia era un instrumento para que la democracia no fuera más allá de los límites que las clases dirigentes franquistas estuvieran dispuestas a conceder, es decir, que ningún franquista cediera ni un milímetro en su poder o privilegios. Los grupos de ultraderechistas servían para intimidar a los partidarios de una democracia real o a quienes plantearan una forma alternativa de entender el poder. De ahí que la violencia se centrara en perseguir la disidencia que planteara escenarios alternativos (contra la izquierda o los nacionalismos vasco y catalán). De ahí que dispongamos de una democracia esterilizada, de corto alcance, en el que los descendientes de los franquistas siguen ocupando los espacios clave y los resortes estratégicos del Estado (si es necesario, con leyes mordaza).

De hecho, la histeria anticatalana la debemos entender como la preocupación del franquismo tácito actual de cuestionar el ‘statu quo’. Periodistas como Jordi Borràs han destapado buena parte de las connivencias entre la ultraderecha y el anticatalanismo militante, y su conexión con este estado profundo en el que se mueve cierto discurso victimista estilo Inés Arrimadas. Sin embargo, todos sabemos qué pasa en Cataluña: que una de las pocas personas amenazadas por haber removido el hedor de las cloacas del Estado es Jordi Borràs. Al fin y al cabo, todos sabemos que la única manera de reformar España es alterando sus fronteras. Al fin y al cabo, la única manera de derrotar al franquismo es constituyendo una República Catalana.

EL PUNT-AVUI