El país que no queremos

El domingo el ARA titulaba: «La lengua y el origen, claves para deshacer el empate del referéndum». Y, como subtítulo, «El lugar de nacimiento y el idioma de los padres influye en el voto, pero no lo determina». Estoy completamente de acuerdo, y en este caso por una vía muy empírica. Participé en la última ‘Encuesta europea de valores en Cataluña’ (publicada por Barcino en 2011) analizando esta cuestión, entre otras. Tanto si gusta como si no, las cosas son exactamente así. El segundo enunciado también está corroborado por datos numéricos muy claros: «influir» aquí no significa lo mismo que «determinar». En este artículo, sin embargo, me gustaría complementar esta tesis con otra, difícilmente reducible a porcentajes. Estoy convencido de que todo lo que refleja la reciente encuesta del CEO, y otras también recientes, forma parte de un proceso de polarización que se empezó a gestar cuando comenzó la crisis pero que no ha terminado de cristalizar hasta hace poco. Esta contraposición -que, por suerte, no se traduce socialmente en división- ya no puede explicarse en términos de independencia sí o no, ni tampoco de izquierdas y derechas, aunque pueda parecerlo. El asunto, en mi opinión, tiene muchas aristas y no se deja constreñir en medio de los supuestos dos únicos ejes con los que se analiza la política catalana desde hace décadas (este planteamiento, dicho sea de paso, siempre me ha parecido una simplificación que, además, hace que casi todo parezca incomprensible: desde los 23 años de mandato de Pujol hasta el tripartito).

Hace cosa de cinco o seis años, hacia 2010 o 2011, muchos empezaban a ver -y en la mayoría de los casos, a vivir- que la crisis económica que estalló en 2008 no era un estornudo económico cualquiera. Era otra cosa. A su lado, la crisis de 1929 o la de 1973 parecían un susto insignificante. La actual pujanza del populismo en todo el mundo resulta ininteligible sin esa primera fase de estupefacción, que cada país tradujo a su manera. En Cataluña -y en España- la respuesta de las falsas clases medias, es decir, del espejismo social surgido durante la burbuja inmobiliaria y el sobreendeudamiento público y privado rutinario, fue la ‘Spanish revolution’, de donde sale Podemos, entre otros. En cambio, la respuesta instintiva de las clases medias reales en Cataluña fue intentar huir de una relación con España que, por razones que van desde el expolio fiscal hasta la no inversión en infraestructuras, hacía -y hace- imposible cualquier recuperación. La distinción entre la clase media real y la que sólo aspiraba a serlo por medio del sobreendeudamiento (especialmente hipotecario) y/o la ficción colectiva del mundo ‘low cost’ o de las chucherías del estado del bienestar, como el ‘cheque bebé’ de Zapatero, ya fue descrita por Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi antes de la crisis. Entonces sonaba muy extraño, pero ahora hemos constatado que, efectivamente, las falsas clases medias existieron, y su desaparición repentina dejó un rastro dramático de frustración. Las clases medias reales también quedaron tocadas por la crisis, evidentemente, pero de una manera menos dura (lo que se acabó traduciendo -y que conste que queda mal decirlo- en un resentimiento social también menos duro).

Lo que hoy algunos confunden con el eje izquierda/derecha, o bien con el hecho de estar a favor o en contra de la independencia, tiene que ver más bien con lo que acabamos de explicar. El modelo de país que quieren los votantes de los comunes de Ada Colau, o de la CUP, y también de otras formaciones, no encaja de ninguna manera con la sociedad a la que aspiran aquellos que apostaron por Juntos por el Sí, aunque también puedan ser soberanistas. Quiero decir, lisa y llanamente, que no es que unos sean más o menos independentistas, o más o menos de derechas o de izquierdas, sino que visualizan dos países diferentes, irreconciliables, antagónicos. Aún así -¡la realidad es obstinadamente complicada!-, se pueden establecer consensos inesperados en ámbitos insólitos; y volvemos así al titular que hemos reproducido al comienzo. Esto explicaría que una persona sin ningún vínculo emocional o cultural con Cataluña pueda llegar a votar independencia (lo hace para ir contra el sistema que considera que le ha maltratado) y otra que se encuentra en el extremo contrario renuncie provisionalmente a sus aspiraciones nacionales porque, a pesar de no sentirse española ni por casualidad, todavía se siente menos cubana o venezolana. Unos y otros repiten y repetirán: «Este no es el país que queremos». Es por ello que, en caso de aprobarse los presupuestos en el Parlamento, este país se sumergirá en el abismo más insondable del autoengaño colectivo.

ARA