Nacionalizar Cataluña

En una de las declaraciones emitidas por el Parlamento de Cataluña al principio del proceso, la contenida en la resolución 5/X, de 23 de enero de 2013, se podía leer: «El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano». Esta constante asociación entre soberanía y legitimidad democrática (la cual, por cierto, el Tribunal Constitucional español no tuvo ningún problema en fulminar) tiene algunos puntos desconcertantes. Si la soberanía de Cataluña se basa en razones de legitimidad democrática, entendida como el apoyo de una mayoría ciudadana a una Cataluña que ostente el carácter de poder originario, ¿significa esto que si esta mayoría no está, o no se manifiesta en un momento puntual de la historia, la soberanía también desaparece?
La cuestión se puede plantear de forma más punzante, y más inquietante, con la desvinculación que a menudo se sugiere por muchos sectores del independentismo entre la idea de emancipación colectiva y la idea de nación. El adagio según el cual el proceso catalán hacia el Estado se hace al margen de la nación catalana (el célebre «yo no soy nacionalista sino independentista») que tiene la pretensión de atraer a sectores nada afectos a los rasgos de identidad catalana también contiene el riesgo de erosionar la base social que impulsa el movimiento. Si insistimos tanto en vincular la democracia con la nación ¿significa esto que en ausencia de mayoría también perdemos la nación? ¿O no será más bien que la nación perdura, los rasgos de identidad que determinan un pueblo, tanto si hay una mayoría como si no? ¿La nación catalana existiría, pongamos por caso, si se perdiera un referéndum de secesión? En otro escenario, como es el de los movimientos nacionales de siempre, la respuesta a esta pregunta sería probablemente negativa: un descalabro en los acontecimientos políticos no implicaría necesariamente arrastrar a la nación al borde de la extinción. De hecho, normalmente las independencias se hacen para conseguir aquellos mecanismos de poder, un Estado soberano, que contribuyen a reforzar la nación.
Pero sucede que en Cataluña desde el mismo discurso hegemónico del independentismo se afirma que la nación no tiene nada que ver con la aspiración a convertirse en un Estado: se quiere un Estado, se dice, para controlar los recursos o para alcanzar cotas más altas de bienestar para mucha gente, pero no, por ejemplo, para garantizar que la lengua catalana sea la lengua predominante en el espacio público, o para dar visibilidad e influencia a la nación catalana en el concierto internacional. En definitiva, el independentismo no nacionalista, que se vende como la quintaesencia de la modernidad, aspira a crear un objeto político sin parangón en la dinámica mundial (y que efectivamente no comparte con ningún otro movimiento secesionista triunfante) como es el de fundar un Estado sin patria. Es más, en este contexto incluso existiría el peligro no sólo de que un retorno a la condición minoritaria del independentismo hiriera mortalmente a la nación catalana (y que el proceso con todos sus referendos y plebiscitos fallidos sean al final el canto del cisne de un pueblo milenario) sino que esta nación aún esté amenazada incluso en caso de éxito democrático, como por ejemplo con el acceso a la condición de Estado pero con la disolución de los elementos de identidad.
No deja de provocar una cierta consternación que las naciones más poderosas del mundo y de más larga tradición democrática, como puedan ser los Estados de Unidos de América o Gran Bretaña, se replieguen en el nacionalismo para superar sus crisis y que los catalanes se propongan crear un Estado pero apostando exactamente por lo contrario de lo que representa «hacer una Cataluña grande otra vez». Y no hay que referirse a Trump para hacer emerger nuestras vacilaciones. También el presidente Obama en su discurso de felicitación al presidente electo en el que garantizó la activación del traspaso de poderes no tuvo ninguna reserva a la hora de afirmar que «todos somos patriotas». Parece, pues, que «todos somos patriotas» menos los independentistas catalanes que no sé si con estos discursos explicaremos al mundo y, sobre todo, nos explicaremos a nosotros mismos para qué queremos la independencia.

EL PUNT-AVUI