Diálogo, propaganda y farsa

Lo más difícil de cualquier diálogo es escuchar y comprender a la otra parte. Es cierto que en las definiciones del diccionario la palabra diálogo se asocia principalmente al intercambio de mensajes o de ideas, a la conversación, con el objetivo de llegar a acuerdos. Pero quien haya dialogado de verdad sabe que lo más complicado no es hacerse entender uno mismo, sino hacerse cargo de la otra posición. Es decir, callar y escuchar. Y si es tan difícil entender es porque sólo se puede aguzar el oído de manera honesta si se parte del principio de que la conversación se producirá en igualdad de condiciones. Sin eso, no hay diálogo que valga.

Lo digo porque es lamentable ver cómo estas semanas se ha apelado a la voluntad de diálogo con Cataluña por parte del Gobierno español –y cómo se le ha dado crédito–, a pesar del carácter fraudulento de la propuesta. Primero, porque de entrada ya se han establecido líneas rojas sobre las cuales no está dispuesto a escuchar. Y segundo, porque se mantiene el desequilibrio de las posiciones. Es decir, no se ha producido un “alto el fuego” que haga creíble la voluntad de acuerdo. Si no se puede hablar de aquello que está en la raíz del conflicto –la celebración de un referéndum sobre la independencia de Cataluña–, y si se sigue exhibiendo quién tiene la fuerza –y los tribunales– para atemorizar e imponer la propia voluntad, entonces no hay que ser un lince para ver que se trata de un diálogo-trampa.

De manera que es agua clara que la declaración de una voluntad de diálogo anunciada no tiene por objetivo el hablar, escuchar y entenderse. En realidad, se trata de una acción de propaganda con varios destinatarios. En primer lugar, se dirige a algunas almas cándidas catalanas que todavía sueñan con un acuerdo a puerta cerrada entre dirigentes políticos que, además de excluir el referéndum, prescindiría de la fuerza de las persistentes movilizaciones de los últimos diez años. En segundo lugar, va dirigida a dar argumentos a los líderes de opinión españoles –y, por lo tanto, a su opinión pública–, que hasta ahora se podían sentir incómodos ante la impasibilidad gubernamental, incluso denunciada por el exministro Margallo. Y, en tercer lugar, se trata de una operación destinada a satisfacer a las voces exteriores que desde medios internacionales prestigiosos habían pedido diálogo.

No sé si la operación de propaganda les va a salir bien. De cara a los catalanes, no lo creo. Nos conocemos muy bien y desde hace mucho tiempo. Con respecto a España, por mucho que con una mano enseñen la zanahoria, no podrán soltar el palo de la otra porque el clima de intransigencia alimentado en los últimos años ahora no les deja ningún margen de maniobra para un diálogo franco. Y con respecto al ámbito internacional, la propuesta de diálogo llega cuando todo el mundo tiene problemas demasiado graves como para aplaudir una declaración de intenciones. Hasta que no se produzcan hechos que acompañen las presuntas conversaciones –un “alto el fuego” político y judicial, un referéndum pactado o directamente una suspensión parcial o total de la autonomía– nadie les va a atender.

Mi punto de vista es muy sencillo. El conflicto entre España y Cataluña ya no puede resolverse con diálogo. Se llega tarde. No está en las manos de los líderes políticos catalanes el retroceder en la celebración del referéndum que pide la gran mayoría de los catalanes. Si tuvieran la tentación de echarse atrás, fulminarían la legitimidad democrática de su liderazgo. Tampoco está en manos de los líderes españoles aceptar la posibilidad de que Cataluña decida su futuro porque, aunque finalmente los catalanes quisieran quedarse en España, habiéndolo decidido solos, ya se les habría reconocido de facto el carácter de nación, y por aquí –el meollo de todo el conflicto– no pasarán.

Así pues, cuarenta y un años después de la muerte del dictador, finalmente, en España se producirá la ruptura que no se fue capaz de forjar con la Constitución de 1978. Y no me refiero a la inevitable fragmentación territorial, sino que la independencia de Cataluña obligará a España a hacer aquello que quiso ahorrarse con la transición: modernizar a fondo las estructuras de poder estatales antidemocráticas que desde el primer día se han resistido a renunciar al poder centralizado que ostentan, saboteando los tímidos procesos políticos autonómicos abiertos hasta reducirlos apenas a una mera descentralización administrativa.

Así, pues, que nadie se engañe ni se deje engañar. Primero, Cataluña será independiente. Y sólo después habrá diálogo para evitar males mayores y para, pasado el disgusto, reanudar las conversaciones de cara a futuras políticas de acuerdo y ­colaboración propias del siglo XXI. Es decir, con modelos que ya no pasan por las federaciones o las confederaciones, sino por los que ya funcionan en Europa y el resto del mundo. Que desde la Delegación del Gobierno hagan toda la propaganda que quieran, puedan y les convenga. Pero que no nos hagan perder el tiempo con tanta farsa.

LA VANGUARDIA