40 años de diálogo

«Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez»

Proclama de la Junta Tuitiva de La Paz, Bolivia, 1808

‘Lost in transition’, el próximo jueves hará cuatro décadas del referéndum autoconvocado por la dictadura para aprobar una ley de reforma política que inició la mal llamada Transición y que instituyó, desde arriba y en reservados, el régimen del 78 aún vigente. Teledirigida y monitorizada -disciplinada por el miedo, violentada por el ruido de los sables y condicionada por las miserias geopolíticas de la Guerra Fría-, la autorreforma lampedusiana del franquismo anticipaba un leitmotiv evidente: religarlo todo, blindar poderes, restringir la posibilidad democrática e impedir cualquier cambio de fondo. Sin juzgar los porqués y el momento, limitémonos a constatar el resultado. Hoy pocos negarán que surgió una democracia ‘low cost’, de baja intensidad y pésima calidad, sustentada sobre la indisoluble impunidad de la dictadura. De aquel lodazal, construido con la connivencia de los catalanes de Franco y los lobos esteparios de la nueva política de entonces, surgió el rompecabezas de hoy.

Como escribía Gregorio Morán en el lejano 1991 -en el revisitado ‘El precio de la transición’-, el principal problema para justificar aquellas vergüenzas largas, injusticias bestias y amnesias profundas no se produciría ‘in situ’ y en directo con los perdedores frustrados, los represaliados olvidados o las aspiraciones traicionadas. No. Previsor y anticipado, el asturiano sostenía que el peor dolor de cabeza vendría con el paso del tiempo, cuando resultara difícil -si no imposible- hacer entrar en razón a unos hijos y nietos que no se considerarían sus herederos sino sus víctimas. La clavaba. Prueba desnuda del algodón democrático, ¿cómo debatir hoy que el rey de la democracia lo nombró el Franco de la dictadura? ¿Cómo justificar las toneladas de silencio cómplice que mantuvieron cerradas, a cal y canto y hasta hoy, las fosas comunes del horror? ¿Cómo mirar a la cara para trasladar que la amnistía de verdad fue para los verdugos y que el pozo del dolor continuado de los crímenes franquistas quedó impune por completo? ¿Cómo venderles como «pacífica» y «modélica» una Transición que acumuló hasta 188 muertes con origen en la violencia -policial, ultraderechista o incontrolada- institucional? ¿Cómo contextualizar que todavía hoy haya campañas para retirar símbolos o anular sentencias franquistas? ¿Cómo venderles que el cambio fue disfraz?

Entre tantas metáforas posibles, August Gil Matamala siempre lo remacha con una de bastante explícita. Y muy visual: el Tribunal de Orden Público, presidido por Mateu Cánoves, se disolvió el 4 de enero de 1977. El 5 de enero nacía, en el mismo lugar, bajo la misma presidencia y con los mismos jueces intocados, la Audiencia Nacional. Y lo llamaron democracia, tú. Transición en píldora: ni una sola estructura franquista depurada. Maquillaje de medio pelo, gato por liebre y ‘borbón y cuenta nueva’. Y, a toda prisa, pasar una hoja escrita en blanco, vender fascículos de la Prego con la fábula mítica de los vencedores y rodar Cuéntame como toda explicación. Porque si hubieran escrito los detalles y la factura habríamos tenido que explicar por qué los poderes intocables y fundamentales del franquismo -y también los más corruptos: económicos y financieros, militares y policiales, judiciales y eclesiásticos- quedaron tan intactos como sus crímenes, sus vergüenzas y sus fortunas.

‘Tempus fugit’, no hace falta decir que ya no podemos cambiar la Transición, pero todavía estamos a tiempo de evitarla de nuevo. Vuelta a empezar porque vuelven: los señores del régimen, propietarios del Estado y terratenientes de la economía de casino, ya sacan escuadra y cartabón para anular cualquier posibilidad de cambio, detener todo intento democratizador y baldar a golpe de palo cualquier zanahoria. Hace 40 años lo hicieron desmovilizando al personal, convenciéndoles propagandísticamente que no había nada que hacer y delegando en las élites toda resolución. Hoy pretenden exactamente lo mismo. Que la estrategia sea una mezcla de desgaste rutinario, extenuantes cantos de sirena al diálogo y falsas esperas godotianas no debería sorprendernos. En bucle, hacer lo mismo nos llevará al mismo lugar. Por ello, movilización, debate e implicación son antídoto, alternativa y autodefensa, que el Estado siempre parece mayor si se lo mira de rodillas. Es hora, pues, de evitar repetir errores y horrores, para impedir que se salgan con la suya, por el mismo lugar y con las mismas trampas.

Más aún cuando hoy, aquí y ahora, la mayor crisis de deslegitimación y desautorización del régimen del 78 es el proceso político catalán. Hace poco, desde Emilio Botín hasta Standard & Poors alertaban que las amenazas democratizadoras contra el régimen eran dos: Cataluña y Podemos. Visibilizados -y sabe mal la incapacidad, el alcance y las limitaciones de la segunda -a quien tanto han combatido desde el mismo Estado-, sólo queda la grieta catalana como marco operativo y como opción de ruptura democrática que supere los candados del 78. Nadie dijo que fuera fácil pero más difícil y rejodido será quedarnos igual y en el mismo lugar. Memoria y esperanza, ayer como hoy, hay que abrir por abajo y en la periferia lo que pretenden volver a cerrar por arriba y en el centro. Quien quiera hacerlo encontrará utensilios; quien no, excusas.

La transición de la dictadura a la democracia, como remachaba el 15-M, se está haciendo larga, incierta y agónica y tendrá más de maratón que de sprint final. Hace 40 años, ciertamente, se decretó la ley del silencio que nos obligaba a permanecer ciegos, mudos y sordos en un escenario despótico de cartón piedra. Por si no lo entendíamos, hace 35 que salió el ventrílocuo del régimen, transmutado con tricornio, para espetar un «Todos al suelo» contra el que la mayoría social catalana ha decidido levantarse. Porque, parafraseando a Freud, un modelo que genera tanta injusticia, corrupción e insatisfacción no puede durar mucho tiempo. Ni tampoco lo merece. Y, en perspectiva de (in)dignidad social y democrática, de dignidad como pueblo, 40 años siempre son demasiado.

ARA