Táctica y estrategia

«Ninguna oferta de falso diálogo detendrá el proceso», decía el lunes el presidente Puigdemont en el teatro Romea. Por supuesto que no. Pero hay más, en las condiciones actuales, en que viene acompañada por una intensificación de la actividad represiva del Estado, toda oferta de diálogo es necesariamente falsa. Decir que se pretende dialogar con quien se persigue judicialmente y se encarcela es agredir doblemente a la otra parte e insultar la inteligencia de los espectadores.

La oferta de diálogo del gobierno español viene acompañada de la exigencia de que se abandone la hoja de ruta y se renuncie al referéndum. Como es de esperar, tratándose de franquistas, este gobierno es incapaz de vislumbrar la idea de que esta exigencia sólo comenzaría a ser admisible si viniera acompañada de un archivo definitivo de todas las causas judiciales abiertas contra el independentismo. Sólo de esta manera se establecería una situación de igualdad, requisito imprescindible de todo diálogo. De no ser así, se tratará de un monólogo de «ordeno y mando» inadmisible, por mucho que guste a este gobierno.

¿Que esto no se puede hacer porque depende del poder judicial que está separado del ejecutivo y el legislativo? La crisis española sólo entrará en vías de solución cuando los gobernantes digan la verdad, en lugar de mentir por sistema. En España no hay división de poderes. No la ha habido nunca. En cuanto a las relaciones entre el Parlamento y el Gobierno (que depende de la confianza de la Cámara) no la hay desde 1978. Lo que había antes no merece ni una mención. Pero tampoco la hay entre el ejecutivo y el judicial desde la victoria del PP en las elecciones de noviembre de 2011. La permanente interferencia del gobierno y su partido en la administración de justicia y la politización de ésta lo dejan bien claro. El mismo gobierno que fuerza al TC a proceder cómo y cuándo le interesa y moviliza a la fiscalía en contra de sus adversarios políticos, obligándola a «afinar» sus fábulas, es el que puede y debe renunciar a estos procedimientos, eliminar la politización de la justicia y proteger a los ciudadanos en el ejercicio de sus libertades y derechos, entre ellos el de libertad de expresión, que incluye quemar las banderas y los retratos que quieran, siempre que, como objetos materiales, sean de su propiedad.

Vamos aquí al meollo de la cuestión en estos días. Mucha buena gente censura la quema de retratos reales porque, dicen, son provocaciones inútiles que proveen de razones al adversario y constituyen errores tácticos ya que alejan o dificultan los objetivos estratégicos. De ser esto cierto, en efecto, las quemadas y rupturas simbólicas serían un error. La táctica debe estar siempre al servicio de la estrategia y, si no lo está, si dificulta el logro de esta, puede que no sólo sea un error sino una maniobra adversa.

Pero esto no es cierto. Los ciudadanos podemos hacer todo lo que no esté expresamente prohibido en las leyes y en ningún lugar se dice que no podamos quemar efigies del rey como podemos quemar las de sus servidores y lacayos. Esto sólo se puede perseguir a base de invocar principios etéreos, sin duda incluidos en otras normas por otra parte dudosas, que hablen de «ofender» la dignidad real o cosas similares. Dependiendo de consideraciones subjetivas de este tipo y de la sensibilidad subjetiva de los supuestos agraviados, aquí podrían castigar todo, hasta la exhibición de esteladas en los balcones o las camisetas independentistas. Y hasta las conversaciones. Y, ciertamente, hasta las ideas.

No será la primera vez en España y ya estaremos como siempre, volviendo a la Inquisición. Los ciudadanos pueden quemar imágenes del rey porque todos los españoles, según doctrina oficial, somos iguales ante la ley. Igual de quemables también. Esto es algo evidente en sí mismo, tanto como no ver que la propia idea de provocación es interpretable según diferentes criterios. ¿Quemar retratos del rey es perseguible, y no lo es colocarlos en todas partes para que presidan los actos públicos de todas las corporaciones, aunque estén compuestos por fuerzas republicanas? ¿No lo es que presidan las tomas de posesión de todas las autoridades, incluidas igualmente las republicanas? ¿No lo es que la justicia se administre «en nombre del rey» y no del pueblo o de la recta razón?

Obligarnos a todos a soportar la presencia universal de la imagen real no es provocación, dicen los apologetas de la censura monárquica. Sólo lo es que alguien la queme o la desgarre. Obviamente, la enésima aplicación de la ley del embudo que pone en sus términos el valor de la oferta de diálogo del gobierno.

Por supuesto estas falsas ofertas de diálogo no detendrán el proceso. Y tampoco lo hará calificar de provocaciones las respuestas populares frente a las provocaciones del gobierno. ¿No quieren ustedes, caballeros, que la gente queme el retrato del rey? No nos obliguen a soportar en todas partes la imagen de alguien a quien no ha elegido nadie y cuya legitimidad descansa en el nombramiento de un militar traidor y perjuro muerto hace casi medio siglo.

EL MÓN