Carlos III: de la Lotería Nacional a la españolización de los niños catalanes

Carlos III, el «rey ilustrado» en la terminología española, el «mejor alcalde de Madrid» en el imaginario hispánico y el de la «Puerta de Alcalá» en la letra musicada de Víctor Manuel y Ana Belén, se revela como un personaje estrambótico y contradictorio. Elevado a la categoría de mito inspira la figurita imposible en el belén folclórico de la España estática y tenebrosa de obra borbónica y de tradición inquisitorial. Su obra política dibuja un amplio y curioso espectro, que va desde el proyecto de unir Madrid con el Atlántico a través de un canal navegable hasta la introducción de la Lotería Nacional o de los pesebres navideños, elementos convertidos en instituciones de la cultura popular hispánica. Carlos III, sin embargo, a los Països Catalans los obsequió con una ley –una real cédula– que prohibía el uso del catalán en la escuela y se convirtió, de esta manera, en el pionero indiscutible de la obsesiva manía de españolizar a los niños catalanes. La Ilustración hispánica.

La Cataluña del rey ilustrado

El año 1759, cuando Carlos III puso sus ilustradas nalgas en el trono de Madrid, el Principat justo había salido de la sala de cuidados intensivos. Las llagas de 1714 todavía supuraban, aunque la economía y la demografía estaban en el camino de la recuperación. Los viajeros ilustrados de la época –británicos, suecos, daneses e italianos– describen Catalunya como un país en crecimiento –arreglado y dinámico– en contraposición al resto de dominios peninsulares borbónicos. Con 800.000 habitantes (el 10% del conjunto de España) era un país rural –solo Barcelona superaba los 100.000– con una infraestructura industrial y un aparato agrario potentes que inspiraban las bucólicas estampas campestres que tanto entusiasmaban a los ilustrados. En cambio las fuentes –más inclinadas a dibujar la realidad– revelan un paisaje en transformación de marcadas desigualdades sociales y económicas. Una nítida raya de separación entre propietarios y jornaleros que aventuraba conflictos futuros.

Las élites ilustradas

La derrota de 1714 hizo emerger –hizo rezumar, se tendría que decir– el espíritu práctico de los catalanes. Aquel que la cultura popular sacralizó con el dicho «el catalán de las piedras saca pan» y que significa que «la pela es la pela». Y que la pasión por la ética, la estética y la política –los valores que habían inspirado las revoluciones independentistas de 1640 y de 1714–, quedaban en un plano muy secundario. Eso explica la miseria intelectual de aquellas élites, aculturadas en un contexto españolizado, borbónico e inquisitorial, incapaces de fabricar tallas de cierto relieve más allá de la discreta figura de Campmany. Un ejemplo muy ilustrativo de esta renuncia degradante la encontramos en Boixadors –hijo de austriacistas exiliados en Viena después de la derrota de 1714–, que hizo carrera en la guardia personal del primer Borbón. El afán y el maña que empleó le fueron recompensados con un regalo con final trágico. Fue nombrado embajador en Lisboa y allí le pilló el terremoto.

Las clases populares iletradas
La Catalunya de la Ilustración era un gran charco de analfabetismo. Como lo era toda Europa. El sistema escolar –tal como lo conocemos– no existía. Como máximo encontramos una estructura –intermitente e inconexa– de escuelas locales que impartían una materia única, básicamente de contenido religioso. Si al hecho sumamos que la enseñanza no tenía carácter obligatorio y que los niños eran incorporados al mercado del trabajo antes de comulgar por primera vez, no resulta complicado dibujar un escenario formado por una sociedad mayoritariamente iletrada. El gran misterio que cuenta la resistencia de la lengua catalana radica –paradójicamente– en esta circunstancia. Catalunya, el País Valencià y las Illes Balears sumaban 2 millones de habitantes –casi la cuarta parte de la población española– que no conocían otra lengua que la propia. Una masa crítica suficiente para evitar la erosión que habían sufrido el euskera, el aragonés y el asturiano, lenguas minorizadas en franco retroceso.

América y las élites catalanas

El rey ilustrado, cuya figura podemos recordar asociada al billete de 5.000 pesetas, era un hombre con una curiosa formación intelectual que se supo rodear de personajes con una pretendida idea ilustrada de España. Con Schillace –un napolitano que era un mago de las finanzas– intentó poner orden en el cajón de los cuartos, que quiere decir en el tesoro real. El motín pretendidamente popular contra el napolitano, pero, le mostró que en España el monarca absolutista –el de verdad– se sentaba en el sitial cardenalicio de Toledo, o en el de Santiago. Con Aranda y con Floridablanca –los sucesores del napolitano defenestrado– maniobró para atraer a su causa a la burguesía catalana, con el propósito de contrapesar el poder de la jerarquía católica y de la aristocracia latifundista castellanas. El peix al cove en versión barroca: música de Albéniz y policromía de Goya. Autorización para comerciar con la América colonial hispánica y proteccionismo a los productos catalanes.

El rey ilustrado y los catalanes iletrados
Un vistazo rápido y desenfadado de la historia nos diría que el rey ilustrado –loterías y pesebres aparte– tenía una particular inclinación culinaria. Y una estrambótica devoción por la figura de su padre –el primer Borbón– que se explicaría por el hecho de que lo conoció cuándo éste estaba en el punto culminante de sus crisis mentales. Carlos III no digirió bien el plato que le sirvieron obispos y cortesanos: la cabeza de Schillace. Y resuelto a separar a las masas de los poderes –las clases populares manipuladas por los latifundistas– se entregó a las enseñanzas de Rousseau: la educación que consagra al buen salvaje. Puso en la picadora la Nueva Planta (el aceite de bacalao borbónico), el contrato social de Rousseau y la Encyclopédie de Diderot y Alembert. Una combinación monstruosa –un Frankenstein gastronómico– que derivaría en un proyecto irrealizado de instrucción pública general y en un decreto que –anticipadamente y reveladoramente– prohibía el uso del catalán en todos los niveles de la enseñanza.

La españolización de los niños catalanes
Cuando se publicó el decreto, el catalán ya era una lengua proscrita y perseguida. La prohibición solo afectaba a los niveles superiores de enseñanza, pero. El primer Borbón había confiado en que la castellanización cultural de las élites catalanas se convertiría en una lluvia fina que calaría en todos los rincones de la sociedad. Carlos III, pero, amigo de los balances, comprobó que la medida solo había servido para crear una barrera de separación entre las clases privilegiadas y la mayoría social popular. Se había instaurado un perverso axioma –un identificador de clase– que asociaba a la lengua castellana con los valores de la cultura prestigiada y de la universalidad ilustrada de las clases dirigentes, y a la catalana con los contravalores de la vulgaridad indecente y de la rusticidad grotesca de las clases populares. Un pesebre viviente que, en una Catalunya con un ascensor social de plazas limitadas, convertía la idea castellana y borbónica de España en el blanco del rechazo popular al estallido de cada crisis.

La real cédula
Las notas de los viajeros románticos del siglo XIX –los que siguieron la estela de sus antecesores ilustrados del XVIII– nos confirman que la real cédula no tuvo ningún efecto sobre la realidad sociolingüística de los Països Catalans. El catalán siguió siendo la lengua de las calles, de las plazas, de los mercados, de los caminos y de los puertos del país. La de las clases populares que evolucionaba sin estar sujeta a ninguna normativa académica. La razón que explicaría la aceleración de las diferencias dialectales. En cambio, las fuentes revelan que la real cédula impulsó otras medidas que se aplicarían en otros campos de la sociedad. A partir de Carlos III, los libros de contabilidad, los fondos notariales, las cartas de navegación o, incluso, la documentación sacramental transita repentinamente del catalán (o del latín) al castellano. Un hecho, sin embargo, que, detalles muy reveladores aparte, no se le quita al rey ilustrado –el «mejor alcalde de Madrid» y el de la «Puerta de Alcalá»– el dudoso honor de haber sido el pionero en el intento de españolización de los niños catalanes.

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