Puentes bajo el agua

La Constitución española de 1978 ha fracasado en Cataluña. Hace unos cuarenta años, sin embargo, este no era un resultado inevitable. Podía haber sido otro. Sin embargo, el desarrollo legislativo y las sentencias del Tribunal Constitucional (TC), especialmente a partir de finales de los años noventa, han establecido un modelo territorial práctico en el que una mayoría de ciudadanos del país se encuentra políticamente incómodo.

El redactado constitucional, fruto de un “consenso” establecido en un escenario de amenazas militares, incluyó unas ambigüedades semánticas que las instituciones centrales posteriormente han roto en favor de una visión unitaria, uniformizadora y recentralizadora del Estado. Una visión plenamente congruente con el nacionalismo conservador de la derecha española y con el jacobinismo predominante de la izquierda española. Hoy sabemos que la ambigüedad no es nunca una buena vía para la defensa y protección de las minorías. Es una lección aprendida que resultaría estúpido repetir.

El autogobierno de la Generalitat, además de ser muy insuficiente, de carácter fundamentalmente administrativo y carente de recursos, no ha visto reconocida la singularidad nacional del país, sufre tropiezos constantes en el ámbito lingüístico y no dispone de una acción práctica relevante a escala europea e internacional. Además, la acumulación durante años de crónicos déficits fiscales y de infraestructuras ejemplariza una permanente hostilidad estatal difícil de disimular. En el caso de Cataluña el resultado final es un Estado autonómico mal diseñado y peor implementado que ha supuesto una profunda decepción para una mayoría de catalanes.

La última estación de este decepcionante recorrido la ofrece la reciente decisión del TC en la que avala su propia capacidad de suspender cargos públicos en caso de desobediencia a sus decisiones. En contra de lo que decía la ponencia previa (no aprobada) defendida por la vicepresidenta Adela Asúa, el Tribunal Constitucional puede ahora suspender el ejercicio de las funciones de políticos electos. Es decir, el TC ve conforme a la Constitución que él mismo pueda inhabilitar del cargo a políticos elegidos democráticamente por la ciudadanía cuando ve resistencia a cumplir sus decisiones. Se trata de una decisión que muestra claras deficiencias de las garantías procesales y que representa una conculcación de los derechos de los políticos elegidos. Creo que se trata de una agresión muy grave a los principios liberal-democráticos, otro indicador de la erosión y baja calidad del Estado de derecho español. Resulta informativo leer los votos particulares de los tres magistrados disidentes que se han opuesto al voto de la mayoría del TC. Se puede esgrimir, incluso, que esta decisión del Tribunal Constitucional supone una aplicación práctica del artículo 155 de la Constitución (sin decirlo). Y todavía hay pendientes de resolución más de cuarenta recursos sobre contenciosos Estado-Generalitat delante del TC.

¿En el contexto actual, qué significa una pretendida oferta de “diálogo”? ¿Y qué contenido hay que esperar desde Cataluña de una reforma constitucional decidida por PP, PSOE y C’s? Hay demasiada experiencia negativa acumulada para confiar en que a través de un “diálogo” y de una “reforma constitucional” se solucionará un problema de fondo que los partidos españoles ni siquiera muestran interés en definir esmeradamente. Pretender que diálogo y reforma constitucional suponen la vía de solución de un tema que ni siquiera se define de manera compartida, haciendo como si “acabáramos de llegar” a una cuestión que de hecho es histórica, significa simplemente que aquellos que lo hacen viven mejor sin resolver la cuestión de fondo (y que no tienen complejos al aparecer como cínicos que se hacen el tonto).

La carga de la prueba de los contenidos corresponde a las instituciones del Estado, particularmente al Gobierno central. En las condiciones actuales no tiene ningún sentido, por ejemplo, que el presidente de la Generalitat se diluya de manera disminuida en una cumbre multilateral de presidentes “autonómicos”. Este es un escenario del pasado.

No hay puentes reales en horizonte. El Gobierno central y el TC han cavado tan hondo desde un autoritarismo jurídico que los posibles puentes se sitúan bajo el agua. La opción más razonable en términos democráticos sería que los ciudadanos votaran como en Canadá y el Reino Unido (eso es lo que en el extranjero buena parte de los partidos y ciudadanos no entienden: que en Cataluña no se pueda votar como en Escocia o Quebec). Sin embargo, esto que sería más razonable resulta ser un imposible práctico en el caso español. La opción inmediata entonces es una separación fáctica cuando las condiciones y el momento sean propicios. Pero para implementar una estrategia unilateral hay que ser fuertes, muy fuertes, tener bien diseñados los planes de acción en varios escenarios (no sólo unas leyes), y gestionar el tiempo de una manera más inteligente que precipitada. El liderazgo político tiene que ser claro, al igual que la unidad de los partidos, entidades y mayoría ciudadana favorable a la “desconexión tranquila”. Cuando los puentes permanecen bajo el agua, es preferible que el río se convierta en frontera (europea, suave, porosa… pero frontera).

LA VANGUARDIA