División e irresponsabilidad

Lo que es propio de las sociedades abiertas, plurales y avanzadas es saber mantener la cohesión cívica a pesar de las profundas y consistentes divisiones ideológicas y de intereses. Es cierto que la defensa de esta cohesión es también su mayor desafío. Pero, entre otros mecanismos, las nuevas tecnologías de la comunicación se han convertido en el más sólido instrumento al servicio de la gestión de tal diversidad. O, yendo todavía más allá, se podría afirmar que han sido estas tecnologías las que han permitido avanzar en la complejidad de las formas de relación social sin que se hayan producido las rupturas socialmente irreparables que los profetas de calamidades suelen anunciar ante cualquier novedad. Y en cualquier caso, desde mi punto de vista, más complejidad significa alcanzar y preservar unas cotas de más libertad, individual y colectiva, a las que de ninguna manera ya seríamos capaces de renunciar.

Y, sin embargo, hay quien se empeña en agitar el espantajo de la división de la sociedad catalana. Una mirada atemorizada sobre el país, como si la diversidad de perspectivas –en este caso políticas– fuera una amenaza para su buena salud cívica y no, justo lo contrario, una expresión de madurez y fortaleza social. Y sobre todo, una expresión de solidez cuando la mayor y más consistente de las coincidencias –rozando el 85 por ciento en las últimas encuestas– es, precisamente, el deseo de poder expresar libremente tales discrepancias. Aquello que en cualquier parte del mundo sería considerado extraordinariamente ejemplar resulta que aquí sería un drama. El miedo a la libertad sigue siendo uno de los grandes males de todos los tiempos.

La cuestión de fondo que de manera implícita formulan los que se declaran temerosos con la posibilidad de que los catalanes tengan opiniones discrepantes entre ellos respecto de su futuro político es saber sobre qué querrían fundamentar la unidad de horizontes que ellos proponen. ¿Quizás se sentirían aliviados si los catalanes, mayoritariamente, se sintieran unidos por el miedo a unos conflictos de lealtad nacional que, por el hecho de que el Estado español no quiere dejar expresar democráticamente, nos llevarían a unos hipotéticos males mayores? ¿Quizás piensan que la docilidad es un mejor cemento de la unidad que la aceptación de las mayorías que quedan legitimadas con la expresión de una voluntad democrática? ¿Quizás creen que los sentimientos de pertenencia nacional sólo pueden nacer y mantenerse encadenados al pasado, incluso a un pasado de coacciones forzadas, y no en proyectos de futuro arriesgados, sí, pero construidos sobre el libre acuerdo democrático?

La obsesión por la que podría ser una dramática división de la sociedad catalana –que, por otra parte, hasta ahora no ha producido ningún incidente mínimamente destacable– hace sospechar de la existencia de un interés particular –individual o corporativo– que depende de la unidad ademocrática –o de la uniformidad– que se defiende. Si fuera así, lo más honesto sería confesar abiertamente su interés legítimo, y luego demostrar que una posible independencia política lo pondría en peligro. Al fin y al cabo, en una sociedad abierta como es la catalana, suponer que su independencia política comportaría el aislamiento comercial y económico, un repliegue comunicativo y mediático o la encapsulación cultural y lingüística, sólo puede ser fruto de una ignorancia timorata o, peor, de un engaño malintencionado.

Claro está que, siendo muy malpensado, también podría suponerse que la advertencia sobre una división social de los catalanes, en algunos casos, es simplemente la expresión de un deseo poco o muy consciente. Incluso de la advertencia velada –y en ocasiones, explícita– de provocar este enfrentamiento anunciado. Hay razones objetivas para este tipo de sospechas a la vista del comportamiento de algunas organizaciones que buscan la provocación de conflictos, por mucho que se amparen en el derecho a la libertad de expresión. Hay que reconocer, sin embargo, que las provocaciones sólo son efectivas cuando obtienen una respuesta. Y es por esta razón por la que resulta tan rematadamente estúpido hacerles caso, además de ser un atentado al pluralismo de la sociedad que se defiende. Nada más próximo al fascismo que los atentados a la libertad de provocación que practican los supuestos grupos equívocamente autodenominados “antifascistas”.

Sea como sea, incluso desde un pluralismo radical y sincero también hay que defender la existencia de los que alertan, amenazan o provocan cualquier tipo de división, lo que sí que se les puede pedir es responsabilidad. Aun más: se les deberán exigir responsabilidades si, a causa de sus amenazas, el desafío queda enquistado o si se resuelve con decisiones amilanadas que a la larga provocarían una grave inestabilidad democrática. Incluso habrá que exigir responsabilidades, aunque sólo sean de orden ético, a los que según el viejo principio de W.I. Thomas, hagan real en sus consecuencias aquello que previamente hayan definido como real sin serlo.

LA VANGUARDIA