Valencia, nuevo paradigma

Hasta hace dos días, Valencia era un feudo donde el PP hacía y deshacía sin otras normas que las propias. El PP chupaba sin límites, tanto en términos de corrupción como de déficit fiscal. Según los populares y la mayoría que los votaba, Valencia era una ínsula Barataria con cielo de color de rosa y las calles llenas de oportunidades para todos, sobre todo para los amigos. Para decirlo con más precisión y con el mapa en la mano: estranguladas las comunicaciones en todas direcciones menos en la de Madrid, Valencia era una ínsula de Madrid en el imaginario impuesto, pero en la realidad se había convertido en península. Una península dentro de la península, un apéndice de Madrid, el puerto de Madrid, el recreo de Madrid, las playas de Madrid. Desconectada del mundo y con el cordón umbilical de la autovía y el AVE atado y bien atado en el vientre materno de la capital. Sin escapatoria.

Me recordaba uno de los políticos emergentes más lúcidos y sagaces del nuevo País Valenciano que una vez escribí, sobre los premios Octubre y su magnífica fiesta, que podían haberse concedido en Madagascar, de tanto como el poder de los populares había reducido, arrinconado y aislado el valencianismo, sobre todo el que miraba hacia el norte. El papus catalán y contra el catalán, había alcanzado el máximo efecto devastador. La constatación era desoladora, el pronóstico, muy pobre.

Pues bien, a día de hoy, Valencia, la apuesta más alta y más rotunda del dominio férreo de Madrid sobre España, ha pasado a ser el paradigma de la derrota del PP. Derrota política, derrota social y derrota moral. Aún más, derrota estratégica. Si no lo tengo mal entendido, los valencianos transitan, más por fuerza que de grado, desde la panacea pintada al óleo a la recuperación del pragmatismo. Depender hasta tal extremo de Madrid no es un buen negocio. En consecuencia, hay que buscar otras vías. Como resulta que el País Valenciano dispone de tradición y de tejido industriales, la vía disponible más segura es la industria. Y he aquí que la industria, poco entendida y menos promovida desde Madrid, mira hacia el norte. Y, por mucho que se empeñen en la aventura quijotesca de agujerear el Pirineo por el medio, al norte, se va hacia Cataluña.

Se va con la tranquilidad sobrevenida del que ya no teme el expansionismo catalán. Se va por Cataluña, una vez reconvertida la vergüenza de las Fallas, poca o mucha pero estúpida, en patrimonio de la humanidad. Quizás las bandas y agrupaciones musicales, un fantástico movimiento social que llega a la excelencia cultural y se despliega hasta el sur de Cataluña, irán detrás. Quizás incluso las jotas, si los catalanes las reconocieran como propias -en todo caso lo son más que las sardanas- y dejaran de despreciarlas.

La contribución del valencianismo al nuevo paradigma es líder. Como aconsejaban Josep Benet, un formidable estratega de los sentimientos colectivos, y en la otra cara del racionalismo intransigente del volteriano Joan Fuster, los primeros en reivindicar la franja azul deberían haber sido los partidarios de la unidad de la lengua. Pero la dejaron, como todo lo que era popular, genuino y distintivo, en manos de los que pretendían alejar aún más Valencia de Barcelona. Si no hubieran sido tan asimilacionistas y tan ladrones, lo habrían conseguido del todo. Ahora, corregida la óptica, el nacionalismo valenciano es el primero en proclamar y reivindicar la personalidad propia, que existe y muy diferenciada. En buena parte, de ahí le viene el éxito electoral.

Ahora bien, esto no significa ni de lejos un éxito del catalanismo, y menos aún del pancatalanismo. Es la recuperación del nacionalismo valenciano que el catalanismo contribuyó a mistificar sin quererlo. Que nadie piense que los valencianos, ni siquiera ‘nuestros’ valencianos, tengan ninguna intención de cortar el cordón umbilical que les une a Madrid. Simplemente, pretenden ser ellos mismos y, donde sólo había un camino, abrir otros. Sobre todo otro, si no lo estropeamos desde Cataluña.

¿Qué hacer para no estropearlo? Sólo una cosa: los líderes políticos y mediáticos del nacionalismo catalán deberían meterse en la cabeza lo que saben todos los catalanes menos ellos. Los valencianos no son catalanes. Hablan catalán y hacen muy bien en llamarle valenciano, porque tanto hay de aquí a allá como de allí a aquí. Y punto. Punto y aparte, si no lo queremos final.

EL TEMPS