Referéndum pactado

El caminante y el muro

MELCIOR COMES

A estas alturas todavía no está claro el objetivo de lo que se ha llamado -ignominiosamente- como la «operación diálogo». El intento del Estado español de apaciguar el empuje independentista debería ir acompañado de gestos verdaderos, no de gesticulación ni de mascaradas teatrales de cara al escenario internacional. Si lo que se pretende de verdad es acercar posiciones, deberían escenificar encuentros formales de alto nivel, que tuvieran por objetivo llegar a un acuerdo perdurable. Sin embargo, las dos posiciones parecen irreconciliables, aunque imaginativamente se podrían crear muchas proposiciones de un hipotético acuerdo (como ofrecer un referéndum no vinculante, que Cataluña debería aceptar).

Si las fuerzas catalanas no están dispuestas a renunciar al referéndum, y las fuerzas del Estado se niegan a negociar nada que tenga que ver con el derecho a decidir, es bastante claro que el escenario sólo puede ser el que tenemos ahora. Un diálogo que no es tal sino más bien una estrategia política clásica, que pasa por intentar hacer quedar mal al otro, reducirlo a la caricatura que siempre se ha hecho del mismo, y esperar que tendrá más fuerza llegado el momento decisivo, que se avecina. De momento, ya ha quedado claro que todo lo que podría ofrecer el gobierno de Rajoy son algunos dineros, al margen de una reforma de la financiación, y sin ningún tipo de concesión cultural ni lingüística, ni por supuesto ningún reconocimiento de Cataluña como «nación».

Ahora mismo, tenemos dos consignas. El Estado, que dice semana tras semana que no se hará ningún referéndum, y el gobierno y el Parlamento catalán, que afirman de todas las maneras posibles que nada detendrá esta iniciativa. ¿Quién se llevará el gato al agua? El 9-N de 2014 fue un gol que el Estado no se ha perdonado a sí mismo. Es posible que ahora sí que se esté dispuesto a todo para evitar cualquier tipo de expresión de soberanía unilateral, por muy pacífica y democrática que sea.

Si el Estado se pone en contra de verdad -por la fuerza de las armas, con detenciones y suspensiones- no hay que ser ningún lumbrera para prever que entonces sí que será difícil, a menos que se reduzca la cosa a una especie de votación clandestina impulsada por voluntarios valientes y abnegados (un 9-N bis, verdaderamente de resistencia, con efectos nulos). No debemos engañarnos a nosotros mismos; si el Estado se pone activamente impedir que todo ello tenga recorrido no habrá manera de celebrar las votaciones. Quien tiene el monopolio de la violencia tiene también la llave de la caja, y es probable que antes de enviar las fuerzas de seguridad se haga todo lo posible para crear tensiones económicas a todos los niveles.

El independentismo no tiene otra fuerza que su retórica, y la convicción de fondo que éste es también un combate moral. Quien esgrime las urnas y abre las puertas del diálogo sincero no debería tener miedo de nada en la Europa de los derechos humanos y la democracia. Los partidarios del referéndum pactado ven cerca este escenario, y, temerosos como son, tratan de esquivar el coste político -y personal- de las consecuencias. Ahora mismo parece que sólo la «moderación» soberanista -que debería dejar de lado la unilateralidad- puede hacer que algunos de los «herederos de la tradición revolucionaria» se sumen al festín. La calma posibilista atrae a los supuestos radicales, más atentos a las estrategias de partido que al destino del país. Lástima.

Sabemos sin embargo que esto sólo es la teoría, la fachada que esconde superficialmente el problema: España no se puede permitir perder un territorio clave, y Cataluña no se puede permitir continuar en un Estado que lo único que hace es desdibujar su identidad y deshacer su el potencial económico. El progresismo del resto del Estado -tampoco el internacional- no apoya el proyecto, ni por supuesto la mayoría de los medios que tenemos al alcance en nuestro propio país. La fuerza de los estados se impone a todo -y por eso queremos uno-; y la UE no tiene instrumentos para velar por los teóricos valores que le dan sentido. La única salida es quizás comprar con concesiones el reconocimiento internacional inmediato de algunas superpotencias -China, Rusia, EEUU de Trump… -, que tras una DUI se pusieran de parte nuestra.

Llegados aquí, nos debemos preguntar si verdaderamente queremos saltar el muro, y enfrentarnos a la incertidumbre que acompaña este proceso que ha dejado obsoletas todas las hojas de ruta que se han planteado hasta ahora. El último movimiento catalanista, una cumbre, se vuelve a dirigir por enésima vez a Madrid pidiendo que se nos deje votar. Acordar un referéndum con un muro es una tarea vana. Ya veremos qué pasará cuando el muro empiece a tirarnos los ladrillos encima.

EL PUNT-AVUI

 

 

En un país normal…

EMPAR MOLINER

ARA

El amigo Albano Dante Fachin ha dicho, en una entrevista a la agencia Efe, estas palabras, refiriéndose a Juntos por el Sí: «Si te presentas con un punto clave del programa y no puedes cumplir este programa, aceptas que no lo puedes cumplir y aceptas que has fracasado y, en un país normal, el presidente debe dimitir y convocar elecciones».

Dejemos de lado el uso que hace de los pronombres y vayamos al meollo de las palabras que dice. El «punto clave» del programa es el referéndum. Si no puedes convocar el referéndum que es el punto clave de tu programa, «aceptas que has fracasado y, en un país normal, tienes que dimitir». La expresión importante de las palabras del hombre es «en un país normal». Porque, claro, en un país normal el referéndum podría ser convocado. Como por ejemplo en Gran Bretaña. Es en España donde, al ser un país anormal, no podrá ser convocado. Si España fuera un país normal y el referéndum pudiera ser convocado, entonces quizás ya no sería el punto clave del programa de Juntos por el Sí. Entonces quizás Juntos por el Sí no se habría presentado a las elecciones en coalición, porque no habría sido necesario. Los diversos partidos que quieren el referéndum, como ocurre con otras cuestiones que son legales, pedirían llegar al mismo lugar de diferentes maneras.

Pero el Albano Dante Fachin pasa por encima de esta idea básica (no nos permiten votar) y denuncia en cambio que un partido que pretende votar y vive en un Estado que se lo prohíbe debería dimitir porque no lo ha conseguido. Si Albano Dante Fachin propugna eso, nos está diciendo que es más deshonesto el partido que pretendía cambiar una ley que encuentra injusta que el partido que mantiene la ley que los demás partidos encuentran injusta. Apliquemos esto a otra cuestión que no sea el soberanismo. Podemos quiere cerrar el CIE. El estado español no se lo permite. ¿Debe dimitir la alcaldesa si quiere justicia? ¿O se debe hacer independentista?

 

 

Una posibilidad (remota) de pacto

FERRAN SÁEZ MATEU

ARA

Sí, de acuerdo, ya lo sé: las posibilidades de un pacto entre el gobierno catalán y el español para llegar a un consenso de mínimos sobre un referéndum por la independencia son irrisorias. Como esto ya lo sabemos, no hay que darle más vueltas. Es casi seguro que no habrá ningún pacto ni nada que se le parezca. Ha quedado claro, ¿verdad? De lo que hablaremos aquí, por tanto, es de otra cosa: de la manera como España podría aprovechar inteligentemente esta situación para reforzar y consolidar sus intereses. Es apenas aquí donde habría una posibilidad remota de pacto. Un político simplemente pragmático -no haría falta ni que fuera muy astuto- miraría las cosas de esta manera, en vez de planteárselas testicularmente. Hay, al menos, cuatro argumentos para tratar de estipular un marco acordado que, con toda probabilidad, favorecería los intereses del Gobierno incluso a largo plazo.

En primer lugar, el solo hecho de acceder a pactar ya sería leído por muchos como un acto de solidez institucional, de madurez democrática y de respeto a la ciudadanía. El Reino Unido actuó así, y los escoceses, de una manera muy clara, decidieron quedarse. He aquí una hermosa paradoja: se quedaron precisamente porque tenían la posibilidad de irse. Vivir en un país así, pues, vale la pena. Cameron incluso llegó a jugar la carta equívoca de la magnanimidad. Lo que en realidad era el resultado de un simple acuerdo político pasó a ser un acto de supuesta generosidad y amistad para con los escoceses. Así lo leyeron muchos que votaron que ya estaban bien donde estaban. En ningún momento se sintieron una colonia o, simplemente, una comunidad maltratada. Si España hiciera lo mismo, la jugada volvería a funcionar como un reloj. El respeto es un intangible esencial a la hora de entender ciertas respuestas colectivas.

En segundo lugar, no es lo mismo preguntar al personal si quiere formar parte de la nueva República Catalana -suena muy épico y entusiasmante- que decirle, en términos disyuntivos, si prefiere una aventura incierta a quedarse muy calentito en el seno de la Unión Europea, etc. No, no es lo mismo. En el primer caso, la pregunta favorecería con claridad los intereses independentistas; en el segundo, obviamente, los de los unionistas. No son los términos puramente formales de la pregunta los que harían variar el resultado -la gente no es tan tonta- sino su trasfondo profundo, lo que quiere decir cuestiones de verdad. Además, ¿alguien cree seriamente que el gobierno catalán dejaría de convocar el referéndum por un matiz en la pregunta? Esto no lo entendería, ni lo aceptaría, la mayoría de la gente. Esta consideración es más importante de lo que parece.

En tercer lugar, la mayoría de las prospecciones demoscópicas serias -no hablo de la típica tontería hecha con un alambre y un cordel para que nos dé la razón- no dan ninguna ventaja significativa a la opción independentista. Como bien explicó hace unas semanas el director del Centro de Estudios de Opinión (CEO), Jordi Argelaguet, ahora mismo no hay ninguna opción clara, sino una polaridad que oscila -muy poco- en función de la coyuntura política del momento, aunque la opción del ‘no’ ha crecido significativamente desde julio. ¿Qué pasaría si fuera justamente el gobierno español quien promoviera el referéndum? No lo sé, pero es razonable pensar que aseguraría el ‘no’. La razón es muy sencilla: sus partidarios ya no tendrían entonces la sensación de jugar sólo a la contra, sino de hacer una propuesta constructiva a la totalidad de los catalanes, y con una buena imagen de España como telón de fondo. Caballo ganador clarísimo.

En cuarto lugar, y por último, un referéndum que terminara en un no permitiría consumar la gran fantasía erótica del nacionalismo español: neutralizar las aspiraciones últimas del nacionalismo catalán al menos durante una generación. Neutralizarlo democráticamente, para ser exactos. Después de un referéndum pactado y con garantías, ciertos argumentos relacionados con el franquismo, etc., ya no podrían ser esgrimidos, por ejemplo. Y en cuanto a la legitimidad internacional, no hay ni que añadir una sílaba: es ridículamente evidente que los intereses españoles saldrían reforzados.

Pues bien, a pesar de lo que acabo de exponer, estoy plenamente convencido de que el Gobierno no accederá nunca a pactar un referéndum y, además, jugará muy agresivamente al todo o nada. Es una vieja tradición, una marca de la casa, y sirve para explicar, entre otras cosas, que mientras que los ingleses tienen la Commonwealth y los franceses la Francofonía, los españoles deben contentarse con el festival de la OTI.