Cataluña en el contexto

Las apariciones recientes de Cataluña en publicaciones internacionales han sido más explícitamente hostiles a la autodeterminación de lo habitual. Tanto ‘The Economist’ , que es una especie de dossier ejecutivo del mundo, muy influyente en las clases dirigentes de la diplomacia y las finanzas, como ‘Politico’, que trata de exportar el modelo de chismorreo informado desde Washington hacia Bruselas para entretener a los burócratas de la Unión Europea con titulares impactantes que les saquen del tedio, han comprado el marco interpretativo que coloca el caso catalán en el bando de los indeseables, junto al Brexit, Trump y los populismos antiliberales.

Tras la victoria del Brexit, y del auge en toda Europa de partidos contrarios al consenso que hasta ahora ha regido el mundo occidental, tanto por la derecha -desde Hungria o Polonia hasta los Países Bajos o Austria- como por la izquierda -al sur del Mediterráneo de Grecia y España-, ha ido cristalizando un discurso que trata de enfrentarse a ellos sin saber aún exactamente cómo. La victoria de Trump y la sombra amenazadora de Le Pen han terminado de desplazar este debate desde la academia y los think tanks hacia la prensa, y la han centrado alrededor de una angustia de fin de época. La pregunta que emerge una y otra es si el orden liberal ha entrado en una especie de decadencia irreversible.

El éxito de los partidos contrarios a las élites que han gobernado la globalización con una mezcla de pretensiones universalistas y dolce vita personal e intransferible es sólo una parte de la trama. La otra parte incluye el crecimiento y la influencia de China, que, si bien no es lo suficientemente fuerte y sostenida para sustituir a los Estados Unidos como garante del orden mundial, sí significa la inclusión de un nuevo poder difícil de contrarrestar sin grandes costes, ya sea en el interior de las instituciones globales, desde las Naciones Unidas hasta el Banco Mundial, o liderando nuevas instituciones, como el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras. China no sólo obliga a pensar el mundo de una manera menos estadounidense, sino que también hace más difícil aislar Rusia, como se hacía durante la Guerra Fría. Es justo el momento en que Rusia ha decidido intervenir agresivamente en los territorios de su influencia histórica y aprovechar la debilidad que la resaca de Irak y Afganistán ha dejado en la mentalidad norteamericana para poner un pie en Oriente Próximo y reordenar sus incentivos: Siria, Irán y Turquía son hoy piezas en un juego que Putin juega con la ventaja de no tener algunos escrúpulos en el ámbito interno propios del mundo liberal.

Además, el contexto pilla los intelectuales y políticos occidentales con una serie de problemas transnacionales difíciles de solucionar y con una sola herramienta para encararlos. Los refugiados, el cambio climático, el terrorismo, la inmigración, el comercio global: ninguna de estas cosas responde únicamente a la lógica de las soberanías nacionales. Pero las élites de los países que hasta ahora han manejado el cotarro sólo tienen una respuesta: más poder de decisión para las instituciones internacionales que ellos controlan desde sus estados. Una parte de esta respuesta es cínica -el poder es el poder-, pero el problema de fondo es que estos dirigentes creen sinceramente que sus soluciones son razonables y buenas, y que eso les legitima, aunque los costes les paguen las clases medias y trabajadoras de sus areas de influencia. Por eso las primeras reacciones contra los partidarios del Brexit o de Trump consistieron en tacharnos de retrasados ​​mentales -con eufemismos políticamente correctos- y la de ahora es rasgarse las vestiduras porque el orden liberal está en peligro por culpa de los mentalmente retrasados. Se diría que en Occidente no hay espejos.

El tono de alarma decadente de todo este debate indica que el mundo obligará a todos a posicionarse en una batalla ideológica entre la profundización democrática y la frivolidad autoritaria. El caso catalán resulta especialmente problemático porque cuestiona el campo de juego en el momento en que todo el mundo está siendo llamado a filas. Como siempre que el mundo se reordena, tenemos mucho que ganar y mucho que perder, y ahora más que nunca antes depende sobre todo de lo que hagamos nosotros. En este contexto, Cataluña no puede ceder al autoritarismo ‘soft’ de la España que los lectores de ‘The Economist’ quieren tener controlada sin convertirse en un agente más de la destrucción de lo mejor de nuestro mundo o en la criada de las élites, arrastrada por la decadencia. Esto que tenemos que hacer sólo puede hacerse atravesando el fuego de este momento, afirmando la democracia contra la opinión de todo el mundo que tiene algo que perder. Ser un problema es sólo el primer paso.

ARA