Las guerras de identidad españolas

Barcelona. Sábado, 21 de enero de 2017

España invierte toda su energía en demostrar que es una nación. No sólo quiere demostrar su carácter nacional eterno e inmutable, sino que quiere justificar que este carácter nacional sólo se puede expresar de una manera: según la identidad castellana. La obsesión por consolidar la nación y de maximizar su dimensión es parecida a la neurosis de la Francia contemporánea. En realidad, es un plagio, de los Borbones a Napoleón, pasando por el siempre querido y adorado Robespierre. La distancia entre el lema francés une et indisivible y el lema español una, grande y libre es sólo temporal: quieren decir la misma cosa.

La gran diferencia entre España y Francia es el desenlace. Mientras los franceses de París aniquilaron a los occitanos, catalanes, vascos, bretones y alemanes, los españoles de Madrid no pudieron acabar con catalanes, vascos y gallegos. La debilidad de Madrid, y de la formación estatal y nacionalista de España, permitieron que se preservaran identidades y pretéritas colectividades políticas preparadas para convertirse en su propio estado y nación. Ello no significa que estas colectividades formaran un carácter nacional embrionario y explicitaran un independentismo. Tanto catalanes como vascos se centraron en cambiar España en vez de buscar una secesión —eso no significa que no existieran propuestas separatistas muy aisladas en el siglo XIX.

De la experiencia de cambiar España para obtener un encaje no-castellano —o sea, no-asimilacionista—, salió el federalismo del siglo XIX, además de la aventura importante y de gran envergadura del General Prim para crear una nueva España. Ambos proyectos fracasaron. Más adelante, el primer regionalismo catalanista soñaba en coronas duales, al estilo de Austria-Hungría; era una manera de resucitar la extinta Corona de Aragón sólo en Catalunya y de crear una especie de Corona Castellanocatalana.

Los esfuerzos de aquellas élites catalanas no fueron nada despreciables. Prim fue artífice de la única victoria española en una guerra exterior en el siglo XIX —la famosa Guerra de África de 1860, que fue una guerra catalana. El propio Prim fue el poder fáctico surgido de la revolución de 1868 que llevó una nueva dinastía a España. La monarquía de los Saboya tenía que permitir el encaje y preeminencia de los catalanes mediante la división del poder estatal de la nación española entre castellanos y catalanes. A su vez, los federales catalanes controlaron mayoritariamente la primera parte de la república federal española. Aplicando un primigenio pero distinto café-para-todos, crearon el estado catalán. Finalmente, los regionalistas catalanistas, faltos de todo poder que no fuera simbólico, endosaron una corona dual imperial a la pobre moreneta en su entronización canónica de 1881. Vana estética.

El siglo XX no ofrece un retrato mejor. Los nacionalismos catalán y vasco se habían articulado. Y articulaban una oposición frontal a una concepción monolítica y castellana de España. Tanto los nacionalismos catalán y vasco, como el nacionalismo español aparecen en reacción el uno del otro. Con todo, pocas veces hemos sido capaces de comprender la dimensión fatídica y nefasta del régimen de la Restauración en el encumbramiento de una sola manera de ser español —en una exclusión identitaria que ni los isabelinos habían llegado a soñar. La segunda República probó un nuevo encaje para unos nacionalismos demasiado preparados para ser naciones en plenitud, con un estado. Los compromisos de la República buscaban mantener a España, una e indivisible, mientras se decidía, con poco convencimiento, cómo tenía que ser España. Con el franquismo se volvió a una versión redux, violenta y fascista de la Restauración. Justamente en este españolismo furibundo y unicista se asestó el golpe de gracia a la nación española: no se podría reinventar de ninguna manera, nunca jamás a menos que fuera con una ruptura.

La transición y la Constitución se tienen que entender en la línea de evitar la ruptura de España en su democratización. A diferencia de la segunda República y el poder que tenía Catalunya y su declaración de soberanía en un balcón, las autonomías fueron utilizadas no para buscar un encaje, sino para contener la implosión de España. El estado actual es un ejercicio de disciplina para impedir tanto nuestra independencia (y la de los vascos), como el acceso a un poder real dentro de España. Todo ello se hizo y se hace con parámetros de democracia liberal internacionalmente homologable.

Así, a medida de que España se vuelva más intransigente en la resolución democrática del independentismo catalán, más pueden perder a los españoles en su homologación democrática. La desnudez de la razón de estado española está ya crudamente expuesta. Pero la mera desnudez no nos da ni la razón ante el mundo, ni nos permite consumar la secesión más fácilmente. Nuestro juego tiene que ser el de hurgar en la contradicción entre el poder estatal democrático y la razón de estado secuestrada por un nacionalismo e identidad españoles monolíticos y de factura castellana. La Francia de París ganó; la España de Madrid fracasó.

Nuestro presente es un episodio más de las guerras de identidad de España y el resultado de una historia que los castellanos no han podido acabar de controlar o de rematar nunca. España ha invertido más en esta guerra de identidades que a la guerra entre clases -y no quiero minimizar una guerra importantísima en un estado capitalista. Es por eso que los historiadores españoles —la soldadesca ideológica primordial de estas guerras de identidad— han debatido hasta el aburrimiento sobre la débil nacionalización de España, sobre la naturaleza del nacionalismo español y los vilmente llamados nacionalismos periféricos, y sobre cualquier otro tema en el que puedan verter grandes dosis de esencialismo nacionalista castellano. En el fondo, la historiografía española se afana por la revisión y reescritura de la historia de España, no para entenderla mejor o corregir errores y malas interpretaciones. El objetivo poco escondido es el de reescribir para favorecer a un bando en las guerras de identidad. Las víctimas de esta soldadesca somos nosotros: el presente que vive y quiere ejercer una voluntad política y democrática.

Si España quiere sobrevivir a sus guerras de identidad tiene que concluirla de una vez. Franco y tantos otros creyeron haberla ganado en demasiados momentos. La única manera de concluirla es mediante la ruptura de la identidad nacional española y su estado. España se ha demostrado incapaz de cambiar o de buscar un nuevo encaje más allá de su monolitismo y exclusividad castellana. Ahora le toca la implosión. La independencia de Catalunya -i de no pocas partes de España— es la manera final de declarar la paz y enterrar las guerras de identidad españolas.

ELNACIONAL.CAT