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En Madrid vuelven a pedir guerra

Salvador Cot

EL MÓN

 

A principios de 1898, la totalidad de la prensa madrileña -desde el conservador La Época hasta el socialista El País- bramaban en sus páginas por una declaración de guerra de España a Estados Unidos. Repasaban largas listas de unidades militares españolas, supuestamente de primer nivel, y desplazaban reporteros a las bases navales, donde se describían poderosos barcos de guerra y tripulaciones entrenadas y deseosas de defender las posesiones que aún le quedaban al Imperio Español. En medio de este clima, nadie tuvo en cuenta el abismo que separaba el ejército español del norteamericano y la flota española zarpó hacia Cuba y Filipinas aplaudida por la exaltación patriótica de los diarios de Madrid. Cuatro meses después, España lo había perdido todo. En toda la guerra la Armada española sólo había conseguido hundir un pequeño barco de ocho tripulantes a los norteamericanos. Si no fuera por los 65.000 muertos españoles, la guerra no habría pasado del ridículo.

 

Ciento diecinueve años más tarde, la prensa de Madrid ha vuelto a exhibir la misma unanimidad y las mismas informaciones agresivas. Esta vez, el territorio a retener es Cataluña y los acorazados y cruceros tienen forma de tribunales. Exactamente igual que a finales del XIX, todos los medios piden guerra, aunque sea evidente que la estrategia es errónea y sólo logra reforzar al enemigo. Por eso este martes los magistrados del TSJC eran saludados desde la portada de La Razón, que los define como hostiles al proceso y anuncia, sin dudarlo, una condena «por unanimidad». Guerra, guerra, guerra.

 

Afortunadamente, este nuevo episodio de la historia de España terminará en el mismo ridículo, pero sin costar ninguna muerte. Hace más de un siglo que la estelada ondea en La Habana.

 

 

El otro dilema

ANTONI PUIGVERD

LA VANGUARDIA

 

Una gloria del periodismo de Madrid escribió ayer que los hechos de Catalunya dejarán “otra vez ensangrentadas las páginas de la Historia de España”. Este tremendismo no es banal: verbalizar la sangre de la historia es una manera de hacerla, no ya creíble, sino necesaria. Es una manera de reclamarla. Una manera de amenazar. También exhibía testosterona, ayer, uno de los rotativos de la capital: ya anticipaba la sentencia en portada. La espiral de condenas retóricas y furibundas críticas en los medios de Madrid dejaba en posición moderada a los que sólo reclamaban el artículo 155 y la suspensión de la autonomía.

 

Este relato tremendista es una presión seguramente más eficaz sobre los jueces que la manifestación que acompañó a Mas: al fin y al cabo, si los fiscales responden a una jerarquía, las aspiraciones de los jueces también dependen de Madrid. Miguel Ángel Gimeno, expresidente del TSJC, no pudo renovar el mandato porque Carlos Lesmes, presidente del CGPJ, le cerró el paso. Gimeno había votado en contra de la admisión a trámite del 9-N.

 

No escribo esto para cuestionar la independencia judicial: son muchos los jueces independientes. Incluso heroicamente independientes. Pero no se puede obviar que las peligrosas relaciones entre justicia y política son el mayor problema de la democracia española. No podemos olvidar que el núcleo del problema político que se plantea en Catalunya está relacionado con una sentencia del TC. Tampoco es posible olvidar que, mientras algunos diarios vinculados al Gobierno del PP tienen la desfachatez de anticipar en portada la condena del expresidente de la Generalitat el día en el que empieza su juicio, nadie parece extrañarse de que no hayan sido citados a declarar ni el presidente Rajoy ni el expresidente Aznar, a pesar de los escandalosos descubrimientos de la contabilidad de su tesorero y a pesar de que el PP fue encausado por responsabilidad penal en la desaparición de pruebas. Los discursos de la prensa moderada de Madrid y Barcelona exigiendo respeto por la independencia judicial suenan a falsete: la justicia no es igual para todos.

 

Que haya doble vara judicial de medir contribuye a la desconfianza de los partidarios de la independencia, que así justifican su decisión de echarse al monte. Pero también deja tirados a los catalanes que desearían dialogar, pues son empujados a un dilema paralizante: o aceptan el trágala que impone un estado mudo e inexpugnable o rompen la baraja. No son sólo los independentistas los que imponen dilemas binarios. Ahora se entiende mejor por qué Rajoy no mueve ficha. No cediendo nada al conjunto de catalanes partidarios de la tercera vía, fía toda su estrategia al caos que se apoderará de la política catalana. Como si hubiera leído a Marx, Rajoy reproduce la historia en forma de caricatura: mientras jueces y movilizaciones dominan el escenario, el se frota las manos viendo como el dilema de 1936 regresa a Catalunya en forma de tragicomedia. Rajoy cree que obligará a los catalanes a aceptar la recentralización a cambio de liberarlos del caos.

 

 

 

 

La reacción

PILAR RAHOLA

LA VANGUARDIA

 

Mientras se va desgranando el juicio y van desmontándose las pruebas acusatorias (difícil lo tendrían para justificarla si creyéramos en la peregrina idea de que tienen la sentencia escrita), el ruido atronador de los medios españoles retumba en los oídos catalanes, con sonsonete de trompeta incluida. Se ha perdido el sentido de toda mesura y de todo pudor, y en las portadas de la prensa patria las sentencias están emitidas. Para gloria del periodismo y estudio de las facultades de Ciencias de la Información, la portada de La Razón, cuyo titular –“Veredicto por unanimidad”– sólo queda superado por un subtítulo que aclara que “El presidente” de la sala es ‘contrario al procés’ y la sentencia será sin ‘discrepancias’”, confirmando que no tendrá nada que ver con los presuntos delitos, sino con la nada presunta ideología.

 

Hay para todo, y todo de un solo gusto, como sabemos, en cuestiones de unidad patria no hay heterodoxias. Y así, en el día de la ofensa española por la soberbia manifestación de apoyo a los líderes catalanes –¡cómo es posible que los vasallos se subleven!– los artículos alarmistas se suceden con los editoriales alarmados, y en el reino de la desmesura, después de pedir que se prepare el desmantelamiento de la autonomía, maese Ansón llega al paroxismo: “Estremece pensar que puedan caer otra vez ensangrentadas las páginas de la Historia de España”.

 

¡Hala, así, sin supositorio! Sólo falta pedir un golpe de Estado para traspasar todos los límites. Y demos tiempo, que habrá a quienes les falte tiempo para desearlo.

 

Es cierto, y nobleza obliga a recordarlo, que hay algunas islas de sentido común entre tanto despropósito, y para muestra las opiniones de Ignacio Escolar –“no se puede ilegalizar a una mayoría de catalanes”–, la tolerancia de Fernando Ónega –“deseo la abso-lución”– o la posición de José Anto-nio Zarzalejos, que desde su mirada frontalmente crítica al procés considera un grave error la judicialización. Pero fuera de estos islotes perdidos, el resto es un tsunami de proporciones desmesuradas, descontroladas y furibundas. No hay ni un ápice de crítica al uso, abuso y recontraabuso del poder judicial para intentar resolver un conflicto político, y a nadie le preocupa la sistemática destrucción del Estado de derecho que dicho abuso representa. Los catalanes han levantado la bandera y en la España eterna ha desaparecido la política, la palabra, el raciocinio y el sentido de la democracia. Sólo cabe el despreciar, insultar y condenar y, a poder ser, recordar la sangre, que siempre activa los miedos atávicos.

 

Esta España de trompeta y sable, que desprecia y no comprende, que juzga y no negocia y que siempre ha intentado españolizar a Catalunya en lugar de amarla como catalana, es la que sufrieron nuestros abuelos y bisabuelos y los suyos, la que nunca respetó, porque siempre se impuso con el dominio. La peor España.

 

La justicia del enemigo

Ramón Cotarelo

EL MÓN

 

El juicio a Mas es clara y fundamentalmente político. También tiene una base jurídica que, aunque discutible, es lo único que podría darle cierta legitimidad. Las tres personas encausadas (Mas, Rigau, Ortega) lo son por cuatro supuestos delitos: desobediencia, prevaricación, malversación y usurpación de funciones. La desobediencia al Tribunal Constitucional es aquí el más importante. Pero no es lo más sustancial porque, cuando se cometió el presunto delito, aunque no se había aprobado la reforma de la Ley Orgánica de dicho tribunal (2015) que lo convierte en tal, y que permite obligar al cumplimiento de las sus decisiones y castigar la desobediencia.

 

El procedimiento se abre pues en la jurisdicción ordinaria con la querella que ordena presentar el fiscal general del Estado el 21 de noviembre de 2014 por la celebración de la consulta del 9-N de 2014 y en contra de la opinión unánime de la Junta de fiscales de Cataluña, con su fiscal jefe a la cabeza. Una clara imposición política -concretamente, gubernativa- a cuenta de la dependencia jerárquica de la Fiscalía. Y una injerencia más del ejecutivo del PP en los procedimientos judiciales. Su prueba evidente es esta reforma de la Ley Orgánica del TC, que el PP hizo aprobar por el procedimiento de urgencia, sin consulta al Consejo de Estado y con la presencia del señor Albiol, que no era ni diputado, amparado en la mayoría absoluta que disfrutaba su partido en la legislatura anterior.

 

Quede para otro momento la consideración de la oportunidad o inoportunidad de la reforma. Ciertamente, se trata de un punto más en el largo camino de desprestigio y descrédito del TC que hace años que funciona en la práctica como un instrumento del PP, sobre todo a cuenta de Cataluña. Y es esta obsesión del Estado español de disfrazar de legalidad sus decisiones ante el independentismo catalán la que caracterizará el desarrollo de este proceso en el Tribunal Superior de Justicia catalán, como se han encargado de evidenciar las diferentes partes implicadas y que en su primera sesión ya ha acumulado suficientes indicios de su índole política.

 

Efectivamente, el independentismo ha hecho bandera de la vertiente reivindicativa de este proceso, la ha convertido en un clamor de protesta en interpretarlo como un ataque a los derechos de los catalanes y las competencias de sus órganos representativos. La marcha multitudinaria de los acusados hasta el tribunal tiene el valor de un acto simbólico en el proceso para la fabricación de una leyenda y un martirologio. Nada alimenta más las reivindicaciones nacionalistas ni la unidad de sus partidarios que la experiencia de sentirse atacados por un enemigo común.

 

Porque si la politización del acto por los acusados fue evidente e incluso desafiante, no menos lo fue la de los acusadores. La animadversión del presidente del tribunal, Jesús María Barrientos, hacia el expresidente de la Generalitat fue patente cuando interrumpió la declaración de éste para recriminarle desabridamente que formulara preguntas cuando sólo es un acusado. Sin embargo, Mas no había hecho tal cosa sino que había recurrido a una figura retórica, llamada erotema, esto es, una pregunta que no espera respuesta, pero que sirve para afianzar su razonamiento, lo cual es totalmente lícito.

 

Este proceso está rodeado de todo tipo de recursos políticos mejor o peor intencionados. Durante el fin de semana se produjo un nuevo operativo de la Guardia Civil en contra de la presunta trama del 3 por ciento que se saldó con la puesta en libertad de los detenidos, que ya anuncian posibles querellas por detención ilegal. La coincidencia de fechas podría tratar de proyectar la sombra de la corrupción sobre el proceso político que se abrió el lunes. De hecho, es frecuente que los medios españoles deslicen la sospecha de que el juicio a Mas no es por su independentismo y su presunta desobediencia sino por la trama de corrupción del tres por ciento. Una insinuación tan cargada de malas ideas como las interpretaciones de los que los más de 40.000 asistentes a la marcha de Mas al Tribunal (según la Guardia Urbana) no eran espontáneos, sino que estaban movilizados por las autoridades catalanas.

 

La politización de la causa se hace más evidente cuando se observa que en un lugar privilegiado, inmediatamente detrás de Mas y «chupando cámara», como dice la prensa, estaba sentada una persona que es cargo público de la FAES, una destacada activista unionista de ideologia de extrema derecha ya la que, por razones aún sin explicar, se le permitió hacer lo que los Mossos de Escuadra impedían hacer a los demás asistentes, como por ejemplo, hacer fotos de dentro a fuera del edificio.

 

Sustituir el diálogo y la negociación políticos por la acción de los tribunales para resolver problemas eminentemente políticos es un disparate al que es muy aficionado al autoritarismo español. Su inevitable resultado será legitimar la causa independentista y ganarle más apoyos sociales al mismo tiempo que las instancias judiciales españolas hacen el ridículo. Sobre todo en la esfera internacional.