¿En qué tejado está la pelota?

Parece razonable pensar que si el desafío independentista se ha lanzado desde Cataluña, la iniciativa para empujarlo debe venir de Cataluña. Y más ahora que hay una mayoría absoluta parlamentaria que está a su favor y tiene el mandato democrático de impulsarlo. (Recordemos. Sobre el censo, Rajoy gobierna con el 23 por ciento de votos, mientras que el Reino Unido deja Europa con la misma proporción que aquí tiene la actual mayoría parlamentaria: un 37 por ciento del censo). De modo que no es nada extraño que parezca que la pelota del conflicto casi siempre está en el tejado de los independentistas. Y por eso nos pasamos días y meses preguntándonos por las hojas de ruta, por las fechas decisivas, por cuándo se podrán recaudar los impuestos, por si se podrán pagar las pensiones, por cómo se hará el referéndum…

A esta imagen ha contribuido la falta de respuesta política del gobierno del PP, más allá del ‘no’. Un ‘no’ expresado con la remisión del conflicto al sistema judicial, a cuatro amenazas ridículas, al juego sucio del Estado y a las falsedades y los insultos que las redes y buena parte del mundo mediático español dedican al independentismo. Pero como en el otro lado hay una pared, el camino hacia la independencia es más propio de un partido de pelota valenciana en un frontón y con un equipo jugando en contra de sí mismo que de un partido con dos equipos compitiendo con juego limpio.

El sábado pasado Joan Tardà hacía la pregunta del millón en un twit sobre la posible aplicación del artículo 155 de la Constitución y la posterior suspensión de la autonomía: «¿Y después, qué?» He aquí la pregunta que se nos suele pasar por alto. Tomemos el caso de si Cataluña, en caso de independizarse, quedaría fuera o no de la Unión Europea. Si España no nos reconocía la independencia, tampoco nos podrían echar fuera de la UE. Y si la reconocía, ¿quién podría oponerse a que siguiéramos siendo miembros de la misma? De modo que quien lo tiene mal para amenazarnos con una hipotética expulsión de la Unión Europea, en caso de que queramos estar, es precisamente el Estado español. El problema es suyo.

Lo mismo pasa con la hipotética suspensión de la autonomía. O con el establecimiento de un estado de sitio, poco imaginable en la Europa democrática del siglo XXI. ¡Ojalá nos lo ahorremos! Pero en caso de que se llegara, el problema lo tendría España por la sencilla razón de que nadie sabe qué se debería hacer después. ¿Nos gobernarían ‘manu militari’ desde Madrid? ¿Encarcelarían a nuestro gobierno? ¿Cerrarían el Parlamento? ¿Dejarían de pagar los sueldos de los funcionarios, las facturas de los servicios públicos o las pensiones, justo cuando tendrían el control total? ¿Intervendrían los informativos de los medios públicos de la Generalitat? Y, sobre todo, ¿por cuánto tiempo se suspendería la autonomía o se mantendría el sitio? ¿Tres meses? ¿Dos años? ¿Hasta unas nuevas elecciones en las que, previsiblemente, el voto independentista todavía habría ganado más peso?

De estas consideraciones se pueden sacar tres conclusiones. Primera: a pesar del incremento de la tensión política de los próximos meses, conviene no provocar gratuitamente ni responder a las provocaciones de los demás. El rigor y la imperturbabilidad serán fundamentales. Segunda: la única y más poderosa arma de los adversarios de la independencia es buscar la desmoralización, ya sea provocando divisiones internas o bien fomentando la desconfianza en las posibilidades de éxito. A falta de argumentos en positivo, no pararán de hurgar. Y tercera: que no se pierda de vista que la pelota está en el tejado del Estado español. Aquí el juego es transparente: democracia y referéndum.

Por todo ello, hay que entender que el choque político, se presente como se presente y acabe como acabe, en ningún caso se resolverá definitivamente por la vía autoritaria. Y el primero que caiga en esta tentación será el perdedor.

ARA