El asno le llamó orejudo al cerdo

Poco se puede añadir a lo que ya se ha dicho sobre la inhabilitación de Mas, Ortega y Rigau. Los demócratas (demócratas por encima de cualquier otra consideración, quiero decir) nos lo tomamos como un ultraje, porque lo es: digan lo que digan los promotores y los ejecutores de la causa, estas personas han sido sometidas a un juicio político y condenadas por sus ideas políticas. Así lo ha entendido la prensa de todo el mundo (excepto la prensa española, incluyendo una buena parte de la que se publica en Cataluña), que no tiene ninguna duda a la hora de informar que estos políticos han sido castigados penalmente por haber llevado a cabo una consulta, un contrasentido de muy difícil explicación para cualquier persona de una inteligencia media (para usar palabras de la sentencia) que haya sido formada dentro de los estándares de la socialdemocracia. En el otro lado, los que odian la democracia (porque efectivamente lo odian) lamentan que las penas no hayan sido mucho más duras, sin darse cuenta de que el disparate no está en el hecho de que se dicte sentencia sino en el simple hecho de abrir juicio contra la libertad de pensamiento y de expresión de las personas. Naturalmente no ha faltado quien, como Rosa Díez, ha añorado para Mas la misma suerte que a su antecesor Companys. Los que odian la democracia pueden proferir estos exabruptos sin temor a ser condenados por injurias ni delitos contra el honor ni la integridad moral de nadie, porque saben que la legalidad vigente les ampara, a diferencia de los cantantes de rap y de los titiriteros de calle.

Muere un gatito en algún punto de lo que fue el Imperio Español (aquel en el que el sol nunca se ponía) cada vez que algún dirigente del PP, el partido político de la trama Gürtel, de la contabilidad extracontable y los ‘powerpoints’ con instrucciones a cargos municipales sobre cómo desviar dinero público a la caja B del partido, afirma eso de que nadie que se salte la ley puede quedar impune. Una magnolia trasplantada de los viveros de Texas en algún jardín de las zonas altas de Madrid o de Barcelona se seca cada vez que alguien en nombre del PP levanta el dedo para avergonzar a los dirigentes de Convergencia o del PDECat por tres por ciento. No porque el tres por ciento no sea una vergüenza absoluta, que lo es y como tal debe ser perseguida, juzgada y sentenciada hasta las últimas consecuencias, sino porque es insólito y extremadamente tóxico que el único partido investigado judicialmente en su conjunto por corrupción atreva todavía a recrear la fábula del asno que se reía del cerdo tratándole de orejudo. Y se pierde una cosecha entera de naranja cada vez que un dirigente de Ciudadanos osa cacarear también sobre corrupción, ellos que firmaron un pacto para la regeneración con el PP y son escarnecidos en la cara por sus propios socios.

Ahora bien, la máxima corrupción a que puede descender no uno u otro partido político, sino un estado de derecho entero, es la celebración de juicios políticos. A partir de aquí, lo que se extingue es la esencia y la noción mismas de la democracia.

ARA