Barcelona, Nápoles, Aquisgrán

La exconsejera Rigau defendió el otro día en un debate sobre la judicialización de la política que Catalunya es la última colonia de España. Es significativo que esta idea menestral de la independencia haya sido la habitual entre los mejores consejeros y colaboradores de Pujol, los que a menudo han acabado peor, a pesar de haber sido los más leales al país y los más eficientes.

Hay dos tipos de cobarde. Está el cobarde que cuando ve que tú estás dispuesto a ir directamente te ayuda, incluso aunque lo pongas en riesgo, y después está la rata miserable que te dispara por la espalda o te denuncia a la policía porque piensa: «Es un animal, pero si por casualidad ganara, el malnacido se llevaría los honores y la riqueza y yo quedaría como un miedoso y un idiota, es decir, como lo que soy.»

Las próximas semanas veremos de qué pasta está hecha la clase política independentista. Salvador Sostres tiene razón cuando dice que el gobierno no tiene, en los sitios de mando, todas las personas necesarias para llevar el Referéndum a buen puerto. Y también tiene razón de defender a Vicent Sanchis -para el domingo trataré de hacer un perfil. Pero el problema viene de lejos, de la época de la anécdota de las banderas del vaticano que explicaba el otro día en su bloc.

Es verdad que con el Prenafeta y el Alavedra tú podrías hacer la independencia mucho mejor que con Romeva y Puigdemont. Pero lo que hace difícil celebrar y aplicar el referéndum es el marco ideológico y político desarrollado por Pujol. El 9-N ya estaba prefigurado en la batalla de banderas que Prenafeta tuvo con el embajador de España en el Vaticano.

El Mas ‘corrupto’ es la caricatura actualizada de aquel Prenafeta ‘eres un hijo de puta’, por eso CiU se ha ido al agua. Porque no evolucionó. Pujol creía o hacía creer a su público que dividiendo el conflicto con España en mil trocitos llegaríamos a la libertad, que es como pensar que saltar diez metros es igual que hacer diez saltitos seguidos de uno. El resultado es la pobreza intelectual de Marta Pascal, que todavía quiere dar lecciones a Rufián.

Pujol estudió en el colegio alemán y tiene una idea étnica y principatina de Catalunya, es decir, pequeña. Si hubiera tenido una idea más formada habría hablado más de Nápoles y menos de Aquisgrán o de Estrasburgo, más de Carlos V y menos de Carlomagno o Helmut Kohl. En vez de dejar que promovieran a Salvador Espriu habría dado pompa a Ausiàs March y Josep Pla. Si hubiera pensado más en Irlanda que en Israel -la gran pedantería catalana después de Palestina y Argentina-, no habría pedido a sus oficiales que murieran por nada.

Pujol creía que él no podía hacer la independencia porque Castilla había aprovechado la dictadura para repoblar las áreas metropolitanas de Catalunya y el Pais Valenciano. No quiso ver que eso era justamente lo que, a la larga, haría a España inviable. Amenazando de muerte la lengua catalana, Castilla remató la posibilidad de un pacto estable entre Catalunya y el Estado, y puso en bandeja a Barcelona la necesidad de volver a las raíces multinacionales del Renacimiento.

El franquismo hizo tanto daño a Barcelona que el líder de CiU no se preocupó nunca de saber nada de su capital. Eso iba bien en Madrid, porque siempre que Barcelona gana importancia la cultura catalana se ventila, el precio de los sobornos aumenta y el Estado acaba entrando en crisis. Estas élites, que fueron cediendo todo el imperio catalán a la corte de Madrid, han perdido capacidad de reprimir el pueblo, por eso los opositores al Referéndum no pueden evitar retroceder.

Las élites del puente aéreo sólo tienen el triunfo de Ada Colau, que tiene un discurso paupérrimo sobre Barcelona, igual que Pujol. Colau también hace ver, como el expresidente, que el pueblo catalán tiene menos poder que sus instituciones. Por eso recibe la ayuda del PP, que continúa obcecado con la idea de que podrá solucionar con dinero un problema nacional. Cuando ves al ministro de Fomento reuniéndose con la alcaldesa para impulsar unas obras que había parado, parece que Junts pel Sí quiera ayudar a las fuerzas del no, aplazando la fecha y la pregunta del Referéndum.

Con el asunto de Gibraltar, el concepto de autodeterminación se ha empezado a consolidar y pronto cuando alguien hable del derecho a decidir de Mas sonará tan marciano como si ahora yo hablara del hacer país de Pujol. Para que el Referéndum tenga el efecto adecuado, hace falta que el gobierno deje de vincularlo a la independencia y que se salte sin miedo los dictámenes subjetivos de los jueces españoles para demostrar que es capaz de proteger el debate democrático entre catalanes, sin injerencias extranjeras.

Yo no quiero mandar porque no sé. Pero para mí sería un honor que el Estado español me intentara represaliar por convocar y celebrar un referéndum. No digo que me gustara, no me gustaría nada. Pero hay un castigo más trágico, que he aprendido que se da muy a menudo observando la vida de personas que admiro -y también pensando en cosas que me han pasado a mí mismo.

Cuando quieres una cosa de verdad y te acoquinas a la hora de defenderla con todo tu talento por miedo de perder o de quedar mal ante la gente, al final acabas buscando un consuelo compensatorio por vías ilícitas. El resultado es que no tan sólo no tienes lo que querías sino que, además, ves cómo a menudo también acabas perdiendo el honor y la categoría. Si Dios existe pensó muy bien la vida para que no hubiera ni un solo minuto de aburrimiento.

ELNACIONAL.CAT