‘Conspiracionitis’

La vida política, en períodos tan abiertos a grandes cambios como el que ahora vive nuestro país, invita a hacer que se multiplique la publicación de todo tipo de especulaciones que tienen el objetivo de forzar el curso de los acontecimientos en la dirección deseada, imponiendo una interesada interpretación de los hechos. Dicho de otro modo: vivimos tiempos en los que, en la medida que los hechos no manifiestan por sí mismos una intencionalidad clara, estallan todo tipo de análisis sobre la realidad política que aspiran a imponer la propia versión de la realidad, con la pretensión de desenmascarar los propósitos pérfidos y ocultos de los adversarios. En resumen: que estamos abonados -y condenados- a unos altos ataques de ‘conspiracionitis’ aguda que no hacen otra cosa que añadir aún más humo a la confusión existente. Si los politólogos me permiten la osadía, me atreveré a establecer el siguiente principio general: el nivel de ‘conspiracionitis’ en un sistema político es la medida más exacta de su grado de entropía.

El éxito de la ‘conspiracionitis’ se debe a que toda teoría suele ser más creída cuanto más estrambótica llega a ser. Esta es una lógica bien conocida, y no sólo en el campo de la política. Tanto por la vía de las teorías del conocimiento como de las de la comunicación, sabemos que, si bien las interpretaciones más retorcidas de la realidad no suelen ser las que más se acercan a la misma, en cambio son las que acaban siendo más creíbles. Recordemos el viejo principio conocido como ‘la navaja de Occam’, conocido también como principio de economía o de simplicidad y que, en sus diversas versiones, recomienda limitarse a considerar las causas suficientes para explicar un fenómeno, sin complicarlas más de lo necesario. Asimismo, tenemos los conocidos experimentos en comunicación del psicosociólogo Alexander Bavelas, antiguo profesor en Stanford y el MIT (Massachusetts Institute of Technology), que mostraron que, entre una interpretación sencilla y correcta y otra enrevesada y errónea sobre un mismo hecho, la intuición lleva, equivocadamente, a percibir como más verosímil la segunda que la primera.

Las ventajas de las teorías conspirativas, por otra parte, son muchas. Primero, porque, al ser juicios de intenciones, difícilmente pueden ser refutadas. Segundo, porque la negación de tales intenciones por parte de quien se supone que las tiene no hace más que reforzar la credibilidad de la acusación. Tercero, porque a partir de un hecho, un par de rumores y tres confidencias, se puede llegar a montar una gran cavilación interpretativa. Cuarto, porque la fuerza de las teorías conspirativas deriva de que la sobreinterpretación de la realidad es el mejor instrumento para manipularla. Y quinto, porque no he visto que nadie se haya visto obligado a reconocer el error de una teoría conspirativa. Basta con montar otra que integre la primera en una versión aún más refinada.

Mi opinión, situado en este plan general de reflexión y a la vista de algunos casos que he podido observar de cerca, es que la vida política está más llena de distracciones, de improvisaciones y de incompetencias que de control de la situación, de cálculos y de astucias. Es cierto que hay casos en los que son los mismos protagonistas de las distracciones o del descontrol y la incompetencia quienes tratan de disimular dando explicaciones confusas que, pasando la culpa a los adversarios, les hacen parecer más atentos, previsores y eficaces de lo que son. Reconociendo que se han distraído, que no siempre se puede tener todo atado o que buena parte de la acción política es teatro, quitarían trascendencia a la vida política. Por tanto, las teorías conspirativas acaban siendo especulaciones interpretativas sobre un juego que en sí mismo es especulativo y contingente. No es extraño, pues, que ciertos análisis políticos se parezcan tanto a lo que hacen los grandes expertos en fútbol, que parece que son capaces de convertir un juego azaroso en casi una disciplina científica.

ARA