Determinación y sacrificio

No hay marcha atrás. Diez años de determinación. Los siete últimos, con un apoyo masivo. Desde el primer día era una obviedad que el Estado español no reconocería nuestro derecho de autodeterminación. El obstáculo para ejercerlo de manera acordada con España nunca ha sido jurídico, sino estrictamente político. Y no por miedo a perder el referéndum si la mayoría de catalanes votaban independencia sino porque, como se ha dicho y repetido, tampoco se podía permitir ganarlo. Ganándolo también lo perdía. La autodeterminación está en el referéndum, en la expresión libre de la voluntad política, sea la que sea. No tanto en el resultado. Aunque al final decidiéramos quedarnos en España, la naturaleza de la relación cambiaría totalmente si el resultado fuera fruto de una decisión voluntaria y no de un derecho de conquista. Por ello, la unilateralidad no la fuerza Cataluña, sino España. Otra cosa es que toda emancipación, para serlo, deba ser libre. La decisión es toda nuestra; el mal rollo, todo suyo.

¿Por qué hemos esperado tanto, pues, si sabíamos que todo dependía sólo de nosotros? Por tres buenas razones. Una, había que estar seguros de que la independencia tenía suficiente apoyo y de manera bastante sostenida. Dos, era necesario preparar bien los desafíos que conlleva emanciparse. Y tres, se había de hacer visible al mundo y a nosotros mismos que la unilateralidad la forzaba el Estado con su intransigencia antidemocrática. Se puede discutir si no se podía haber acelerado el final, e incluso si hace uno o dos años no estábamos en mejores condiciones para cerrar el proceso. Es imposible saberlo. Quizás había que esperar la actual conjunción de liderazgos sin hipotecas. También ha pesado la esperanza de que la «nueva» izquierda acabara apoyando. Y ha sido necesario superar los obstáculos causados por la heterogeneidad del bloque independentista. Es un error que a esto se llame «procesismo». El catalanismo que desde el primer momento creyó que el Estado era invencible ya se volvió contra la independencia. Y puede haber habido deserciones individuales. Pero colectivamente ya hace tiempo que para los soberanistas no había marcha atrás.

Pero ahora sí que ya hemos llegado a la batalla decisiva. No sé si será la batalla final, pero es la decisiva. ¿Y cuál es su naturaleza? ¿En qué condiciones la encaramos? Primero, el independentismo tiene a favor los argumentos, o, como se suele decir, el relato, el control del marco interpretativo: la democracia y un proyecto de futuro. El unionismo sigue recurriendo a la intransigencia, el miedo y el chantaje emocional. Y tiene a favor las cloacas del Estado con la ayuda, es cierto, de algunos pozos muertos catalanes. El peligro es, por tanto, perder la hegemonía del relato. Segundo, el independentismo tiene mayoría en las instituciones democráticas y en el Gobierno, y sobre todo cuenta con un buen apoyo popular. El unionismo, en cambio, no ha conseguido movilizar a casi nadie. Con todo, el segundo riesgo es saber si ahora el compromiso será firme, valiente y dispuesto al sacrificio. El éxito dependerá de la convicción, la confianza y la resistencia. Y tercero, ahora es cuando se acaba esto del «derecho a decidir», que situaba el amparo de la autodeterminación fuera de nosotros mismos, en una especie de ley natural, y llega el «deber de decidir». La independencia se debe merecer y se debe ganar. La autodeterminación no será resultado de un simple acto creador, de un gesto fundador, de un grito de libertad, sino que se construirá con tenacidad, cada día, haciendo frente a los incrédulos, modelando un nuevo país, con paciencia, diálogo, mucha inteligencia y con honestidad. Y este es el tercer desafío de futuro: los catalanes no seremos diferentes, pero tendremos que hacer un país más digno, más próspero, más justo. Como el que nos empujó a imaginar Raimon.

ARA