El compromiso de Caspe: ¿Trama o chapuza?

‘Al juny, la falç al puny’ (‘En junio, la hoz al puño’), reza el proverbio catalán. Segar en el imaginario campesino -que quiere decir tradicional y popular- significaba algo más que entregarse a coger el fruto de la tierra. La siega significaba una alteración radical del paisaje. Los amarillos intensos que cubrían los campos se transformaban en ocres inquietantes que sugerían un final de ciclo. Junio, en la historia de Catalunya, ha sido en varias ocasiones el mes que ha marcado el final de un ciclo. En junio de 1410 empezó un cambio de ciclo que se completaría, curiosamente, el mismo mes de 1412. El cambio de ciclo más decisivo de la historia medieval catalana, tan mal cerrado que repercutiría durante siglos. El Compromiso de Caspe, el punto que marca el fin de la dinastía Barcelona-Aragón, marcó el inicio de la decadencia del Principat -con el concurso de todos los elementos posibles: guerras civiles, bandolerismo -que es la adaptación catalana del fenómeno de la mafia- y, en consecuencia, pérdida de la gravitación política y económica.

 

La peste negra: el anuncio del final

Europa renqueaba por los efectos de la peste negra. La brutalidad de aquella pandemia y de sus posteriores rebrotes -en Catalunya mató a un tercio de la población- todavía sorprende a los historiadores actuales. La peste negra, sin embargo, era algo más que la suma de un virus desconocido por las defensas inmunológicas de los europeos de la época y unas condiciones pésimas de higiene y de salubridad generales. Era la consecuencia de lo que los historiadores denominan un «efecto Malthus»: un crecimiento poblacional disparado que no había sido acompañado por el crecimiento de recursos. Primer resultado: episodios cíclicos de hambre generalizada y aparición de grandes bolsas de severa pobreza. Segundo resultado: una crisis sistémica, que quiere decir que el modelo político y económico feudal -que había regido Europa durante siglos- anunciaba el final de sus días. Las revueltas desesperadas de las clases humildes y las represiones brutales de las clases dirigentes convirtieron Europa en un campo devastado.

 

Los Barcelona-Aragó: ¿un estorbo?

Este dibujo general es imprescindible para entender cómo se gestó Caspe, que quiere decir el cambio de la dinastía gobernante. Los limites políticos que separaban el Principat del resto de países de la Corona de Aragón era, también, la frontera entre dos modelos políticos y económicos: la Europa feudal -sometida a una fuerte crisis- y la Hispania señorial -que resistía mejor el derrumbe del mundo medieval. Los Barcelona-Aragón eran la representación de una tradición que se demostraba absolutamente inútil para hacer frente a la crisis. Lo era también Jaime de Urgell, primo de Martín el Humano, último soberano del casal de Barcelona y uno de los candidatos a ocupar el trono. E incluso lo era Federico de Luna, el hijo natural de Martín el Joven y su amante -la siciliana Tàrsia Rizzardi- que había sido legitimado por su padre y por su abuelo -que quiere decir elevado a la categoría de heredero en el trono- con el propósito de convertirlo en rey. El caso Federico es la parte más oculta y truculenta de la trama de Caspe.

 

La chapuza de Caspe

Junio de 1410. Muere Martín el Humano, que sería -aunque él no lo sabía- el último monarca de la dinastía Barcelona-Aragón y, misteriosamente, se esfuman los derechos que legitimaban a Federico. El Papa Luna, entonces anti-papa defenestrado, familiar de la reina María de Luna -la difunta esposa de Martín el Humano y abuela de Federico- que había trabajado intensamente en la legitimación de su pariente al lado del conde-rey, altera su posición y envía al heredero a la papelera de la historia. Poco después promovería la asamblea compromisaria de Caspe -una réplica secular de los cónclaves cardenalicios. Tres compromisarios por cada entidad política -Catalunya, Aragón y València- llamados a escoger entre cuatro candidatos emparentados con el conde-rey difunto para decidir el nuevo ocupante del trono de Barcelona. Con la ausencia sorprendente e inexplicable de Sicilia y de Cerdeña. Las dos quintas partes del edificio político catalano-aragonés y muy probablemente los feudos de la causa de Federico.

 

El candidato Trastámara

Las transiciones políticas no se inventaron en el post-franquismo contemporáneo. Fernando de Trastámara era visto por una parte de las clases gobernantes como el candidato idóneo para conducir una transición. Además Fernando partía con cierta ventaja. Su matrimonio con Leonor de Alburquerque -alias la Ricahembra de Castilla y no precisamente por su físico- representó lo que en castellano llaman un braguetazo en toda regla. La sociedad matrimonial Trastámara-Alburquerque lo convirtió en el hombre más rico de Castilla. Más que el rey, que en Castilla era decirlo todo. Fernando y Leonor, sin quererlo, inoculaban el virus del feudalismo en Castilla; el que trincha la pirámide jerárquica. Condes, duques, o archiduques, podían ser -y eran- personajes más ricos -y por lo tanto más poderosos- que los reyes, convertidos en simples coordinadores del régimen. Aquello que cuesta tanto entender en ciertos sectores de Aragón cuando nos referimos a los condes-reyes del casal de Barcelona-Aragón.

 

… y que parezca un accidente

A todo eso hace falta añadir que Fernando de Trastámara contaba con el apoyo político y militar de ciertas oligarquías castellanas. Su posición como regente de Castilla, que quiere decir como gobernante efectivo durante la minoría de edad del rey, le reportó interesadísimes y poderosas adhesiones. Fernando, o la sociedad Trastámara-Alburquerque, presentó su candidatura a rey de la Corona de Aragón como la garantía de recuperación de la plenitud perdida -la de las clases dirigentes- y la publicitó con una campaña de amenazas y de extorsiones -dirigida a los partidarios de sus rivales- que podría haber sido fuente de inspiración de Capone, de Lucchiano, de Riina o de Provenzano. Con la ayuda inestimable de sus partidarios; que contrariamente a lo que defendía la historiografía romántica catalana, eran bien numerosos entre ciertas clases dirigentes del Principat. La campaña Trastámara-Alburquerque pone de relieve que la mafia no tiene un origen exclusivamente popular.

 

El candidato Urgell

En cambio, Jaime de Urgell era la antítesis del castellano. Sólo tenían en común la fuerza patrimonial. Jaime era el hombre más rico del Principat y se disputaba el liderazgo del «ranking Forbes» de la Corona de Aragón con las rancias estirpes de cultura feudal y de tradición ancestral: los abusadores que habían llenado de gloria militar los anales de la historia catalano-aragonesa. Pero Jaime no era un hombre de su tiempo. Vivía anclado en una ideología casposa que tocaba a su fin. Y lo hacía con la convicción de quien se piensa que ha sido tocado por la divinidad. Con todos estos elementos se entiende que los enemigos se le reprodujeran como los conejos. La causa jaimita chocaba frontalmente con el campesinado remença en estado de revuelta larvada -sometida a unas brutales condiciones sociales, jurídicas y económicas que rayaban la esclavitud. Y colisionaba con las clases mercantiles de Barcelona y de València, chocadas por una crisis que reclamaba respuestas atrevidas e innovadoras.

 

La tragicomedia de Caspe

Las candidaturas de Luis de Anjou y de Pedro de Portugal son un caso aparte. Nunca representaron opciones claras. Anjou se retiró para sumarse a la candidatura Trastámara y apunta una pinza Castilla-Francia para devorar la Corona de Aragón. Sólo apunta, porque un simple vistazo a la realidad coetánea de París y de Toledo revela que estas alianzas no tenían un carácter nacional. Eran alianzas entre grupos de poder que se disputaban las diferentes parcelas patrimoniales en las que estaba dividida la Europa medieval. Anjou buscó el cobijo de las faldas de la «Ricahembra» mientras que el de Portugal se quedó en el limbo. Lo que pasó en Caspe es el último latigazo medieval. Un reparto del pastel europeo sobre la mesa de las familias más poderosas del cuadrante suroeste del continente; que tuvo como directa consecuencia un desplazamiento de los centros de poder. Aquello de las «transiciones modélicas»: impulsar cambios para que no cambie nada.

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