El hombre tranquilo

La semana pasada tuve la oportunidad de mantener una larga conversación con el president Puigdemont. Somos amigos desde hace muchos años. Una amistad que la discrepancia ha vigorizado. Nació nuestra relación de las ilusiones compartidas: la voluntad de hacer periodismo local en Girona ( El Punt ) con el mismo rigor que lo habríamos hecho en Berlín o Nueva York, la fidelidad a la lengua catalana, la condición menestral de nuestras familias y, seguramente, el hecho de haber nacido en poblaciones de comarcas rurales

¿Cómo lo llevas? “Soy como una peonza: girando de un lado a otro”. En vez de hablarme de los temas esperables, Madrid, el proceso, el referéndum, me habla de la lonja del grano. Yo no sabía que Barcelona es sede del mercado del cereal mediterráneo y él, con ilusión genuina, dedica un buen rato a explicarme cómo funciona la lonja, que incluye países tan alejados del Mediterráneo como Ucrania. “¡La palabra dada todavía vale!”, se entusiasma: “¡Siguen sellando los acuerdos con un apretón de ­manos!”.

Esta lonja, me cuenta, es muy importante para Catalunya. Permite establecer vínculos comer­ciales en todo el mundo. “Esta es la diplomacia que hacemos: relaciones económicas. Diplocat. Acción. Nos funciona tan bien que el Gobierno español lo está copiando”. Al parecer, es el único éxito de la Administración catalana que el Gobierno español decide clonar. Mientras lo escucho, se me ocurre que, aunque ahora parece impensable, estaría bien que el Gobierno reconociera que la Generalitat tiene ideas imitables: no resolvería la tensión actual, pero suscitaría espacios inéditos de convergencia.

Puigdemont me habla también de la diplomacia política y de cómo, a menudo, la prepotencia de los funcionarios españoles en el bloqueo de iniciativas políticas catalanas en el exterior, produce un efecto rebote que favorece al Govern. Un día un alto personaje mundial los atendió muy bien y se despidió de ellos diciendo: “Sepan ustedes que los catalanes tienen la puerta de este despacho siempre abierta”. Reflexionaba el presidente catalán: aquel ofrecimiento tan decidido sólo tenía una explicación, la diplomacia española había sido tan imperativa con aquella personalidad extranjera, que el hombre había reaccionado exactamente en sentido contrario: “La mala educación se les vuelve en contra”.

Hablamos, por supuesto, de Rajoy. Me cuenta la conversación que mantuvieron en la Moncloa. No puedo explicar los detalles. Sólo diré que Puigdemont, lejos del “referéndum o referéndum”, se abría con flexibilidad y atrevimiento en demanda de una condición: que “la situación catalana” apareciera en el orden del día del encuentro de presidentes autonómicos. No hubo manera. A los argumentos de Puigdemont, Rajoy contestaba invariablemente: “No lo veo”. Razona el president: “Incluir en el orden del día la situación de Catalunya equivaldría a reconocer la existencia de un problema. Reconocido el problema, habría que proponer algo. No sería nuestra solución, pero debería formular una. Lo que no quiere Rajoy es tener que dar una respuesta. De ahí que se niegue a reconocer el problema”.

En este punto, la experiencia del president coincide con la de muchos catalanes influyentes que, distantes del independentismo, han pedido mil veces a Rajoy que se mueva. “Haremos un esfuerzo en infraestructuras”, contesta siempre, al parecer. Más de un interlocutor explica que, abusando de la astucia, ni siquiera esta respuesta asegura: “Haremos un esfuerzo en infraestructuras… bueno, si podemos, que el país es muy complicado”.

Por supuesto, hablamos de las dificultades objetivas de organizar el referéndum y de la reacción de los poderes del Estado. Y de los periódicos en Madrid, que están ya asimilando la actividad del Govern con un golpe de Estado y piden penas de 15 años de prisión por “delito de sedición”. No parece preo­cupado. El hecho es que dedicamos mucho más tiempo de conversación al drama shakespeariano de Pujol, a las anécdotas de Girona o a los personajes sobre los que, cuando tiene un rato libre, investiga: un portugués, Francisco Manuel de Melo, que en 1640 acompañó a las tropas del conde duque de Olivares en la represión de la sublevación de Catalunya. “¿No has leído su crónica? Dice cosas interesantísimas sobre los catalanes”. Y un gerundense, Celestino Pujol y Camps, impulsor de la numismática española y uno de los botiflers más conspicuos del siglo XIX.

 

Se mostró tranquilo, natural y apasionado con sus cosas como cuando, 25 años atrás, me lo encontraba en una calle de Girona, con el casco de la moto en la mano, y me explicaba, informadísimo, que la cibernética revolucionaría el periodismo.

–¿Le explicas a tu esposa los peligros del momento?

–Le cuento que, cuando deje de ser presidente, me costará horrores encontrar trabajo.

 

–¿Tienes miedo?

–Tú, que de pequeño también estuviste en un internado, me entenderás. La resiliencia que un niño aprende a construirse cuando se encuentra solo me ayuda ahora a enfrentarme al presente con tranquilidad de espíritu.

LA VANGUARDIA