Referéndum unilateral

Por qué la Comisión de Venecia no desautoriza el referéndum unilateral

Ferran Armengol Ferrer

ELNACIONAL.CAT

La Comisión Europea para la Democracia a través del Derecho, más conocida por el nombre de Comisión de Venecia, presentada como garantía de calidad jurídica y democrática, ha aparecido de forma creciente en el debate soberanista hasta la moción del Parlament donde se pedía al Govern que buscara su «asesoramiento, reconocimiento y aval» en relación con el referéndum; la carta que el president Carles Puigdemont dirigió al presidente de la Comisión, el italiano Gianni Buquicchio, y su cortés –y casi inmediata– respuesta.

No insistiré en la valoración de esta respuesta. Sí es interesante, en cambio, entrar a la referencia que hace a la Constitución y el ordenamiento jurídico. No hay que decir que ciertos sectores, quizás decepcionados por la carta de Buquicchio y su contenido, han encontrado una especie de consuelo en esta apelación al orden constitucional, que consideran una desautorización del referéndum unilateral. Sin embargo, si repasamos la trayectoria de la Comisión de Venecia y el conjunto de su doctrina, no es tan claro que sea así.

De entrada, es importante recordar que la Comisión de Venecia se creó en 1990 y ha admitido a todos los estados europeos que han accedido a la independencia desde aquella fecha, que suman casi una tercera parte de sus actuales miembros. Uno de ellos, por cierto, es Kosovo, bestia negra de la diplomacia española que, pese a todo, comparte mesa en la Comisión con la delegación de España.

Por tanto, la aparición de un nuevo Estado independiente en Europa no representa ninguna novedad, ni nada extraño para los miembros de la Comisión de Venecia. Tanto que en diciembre de 1999 ya aprobó un dictamen donde establecía su postura sobre la autodeterminación y la secesión. De manera muy clara y pedagógica, la Comisión distingue entre un derecho de autodeterminación interna, que permite a los pueblos y naciones de un Estado determinar su status dentro de aquel mismo Estado, y un derecho de autodeterminación externa, que fundamenta la secesión. El derecho de autodeterminación interna se basa en las constituciones estatales y el derecho de autodeterminación externa, en el derecho internacional.

La consecuencia de eso es que, aunque la constitución de un Estado no contemple el supuesto de la secesión de una parte del territorio, eso no quiere decir que pueda oponerse a la voluntad de una parte de los ciudadanos de abandonar aquel Estado para crear otro independiente. Para remachar esta afirmación, la Comisión se remite al famoso dictamen del Tribunal Supremo del Canadá en el asunto Quebec, donde se afirma que el orden constitucional no puede ser indiferente a la clara expresión de una clara mayoría de quebequeses en respuesta a una cuestión clara en el sentido que ya no quieren continuar en el Canadá.

Esta es, pues, la doctrina de la Comisión de Venecia, que se aplicaría posteriormente en los referéndums de autodeterminación de Montenegro y de Crimea. La conclusión en un caso y en el otro fue muy diferente. No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que el referéndum de Crimea no tenía más objeto que legitimar la ocupación de un territorio por la fuerza. Es importante recordarlo, teniendo en cuenta la tirada de ciertos académicos por el dictamen de Crimea, al cual han querido presentar como una especie de aviso de lo que la Comisión de Venecia podría decir sobre el referéndum catalán.

El ejercicio del derecho de autodeterminación externa (para utilizar la terminología de la Comisión) es, por lo tanto, plenamente legal, se rige por el derecho internacional y no se le puede oponer ninguna disposición constitucional interna.

En la actualidad, el derecho de autodeterminación se considera un principio estructural del ordenamiento internacional, estrechamente ligado con la prohibición del uso de la fuerza, y al cual las Naciones Unidas reconocen un papel fundamental a la hora de realizar un orden internacional democrático y equitativo.

Su fundamento está en la Carta de las Naciones Unidas y en los Pactos de derechos civiles y políticos y de derechos económicos, sociales y culturales, ambos vigentes en España desde 1977. Son tratados internacionales ratificados y en vigor en el Reino de España. Como tales, vinculan a todas las autoridades españolas –incluida la Generalitat de Catalunya– y forman parte del ordenamiento jurídico español, como se desprende del artículo 96 de la Constitución y el artículo 1.5 del Código Civil. Todavía habría que añadir las numerosas resoluciones de Naciones Unidas y los acuerdos de carácter político de los cuales España ha sido parte y que proclaman el derecho de los pueblos a la autodeterminación. No es, pues, admisible ampararse en la Constitución para negar a los pueblos que forman parte del Estado español el ejercicio del derecho de autodeterminación.

En este sentido, la condición de Catalunya como nación o pueblo, es innegable. No tiene sentido aquí entrar en discusiones escolásticas sobre que sea un «pueblo» a efectos de la Carta de las Naciones Unidas, y si este concepto es aplicable a los catalanes. Catalunya es nación porque así lo han sentido los catalanes a lo largo del tiempo, lo han expresado en varias ocasiones a lo largo de la historia, lo han manifestado el Parlament de Catalunya y el Govern de la Generalitat y, no menos importante, lo han admitido la Constitución de 1978 y el Estatut del 2006 al reconocer a Catalunya como nacionalidad. Lo mismo se puede decir de las declaraciones sobre la España plurinacional que últimamente se han dejado oír: si España es plurinacional es porque la integran varias naciones.

Por supuesto, este derecho a la autodeterminación tiene que ejercerse por medios democráticos. Naturalmente, si el Gobierno español se aviene, esa condición eso quedaría garantizada de manera consensuada con las autoridades catalanas, como ha pasado en Escocia o en Quebec. Pero las cosas son como son, y la Generalitat se ha visto abocada a una actuación unilateral, impulsando por su cuenta la convocatoria del referéndum.

Ahora bien, que sea unilateral no implica que sea ilegal. De acuerdo con el artículo 4 del Estatuto de Autonomía vigente, los poderes públicos de Catalunya están sujetos a la obligación de promover el pleno ejercicio de las libertades y los derechos fundamentales, las condiciones para hacer reales y efectivas la libertad y la igualdad de los individuos, y los valores de la libertad, la democracia, la igualdad, el pluralismo o la paz, entre otros. Esta obligación, que se reconduce a garantizar el derecho de autodeterminación de los catalanes, puede validar legalmente la actuación de las autoridades de Catalunya a la hora de impulsar el referéndum, más cuando el Gobierno español –que también está obligado por esos principios– mantiene la actitud obstruccionista bastante conocida por todos.

Es decir, un referéndum unilateral, que ofrezca suficientes garantías democráticas –que la Comisión de Venecia sintetiza en su Código de buenas prácticas– puede considerarse ajustado a los requisitos exigidos por el ordenamiento jurídico internacional vigente y también por la Constitución española. Eso lo apreciarán, sin duda, los miembros de la Comisión de Venecia. Lo que no hace falta, sin embargo, es obtener un «reconocimiento o aval» explícito, como parecía pedir el Parlament. La propia doctrina de la Comisión permite dar respuesta desde ahora mismo a todas las cuestiones que se plantean.

 

 

O referéndum o boicot

JOFRE LLOMBART

EL PUNT-AVUI

La palabra ‘unilateral’ es fea. Ha ido adquiriendo una connotación negativa. ‘Unilateral’ y ‘sin permiso’ son sinónimos, pero sea por economía de lenguaje sea por otorgarle esta huella peyorativa, ‘unilateral’ ha ido triunfando con la misma intensidad que lo hizo la palabra radical, en contraposición a moderado. Pues bien, en el entorno de un referéndum hay una palabra también muy fea que de momento no se está utilizando pero tal como van las cosas tal vez habrá que empezar a emplear: ‘boicot’. No es una palabra agradable, pero ante una votación sólo hay dos opciones: o llamar a la participación o llamar a la abstención, es decir, a no participar, a intentar que esa votación no valga. Y hay muchas maneras de boicot: desde la oposición más frontal con retirada de urnas hasta el menosprecio más sibilino. Desde la voluntad más firme de destruir hasta el escepticismo más aséptico. La abstención no tiene colores, y cuando una comunidad decide no ir a votar todos los no-votos van a parar al mismo saco. Pero una cosa es no ir a votar y otra, hacer llamadas a no hacerlo. Aún más, a veces no hay ni que llamar. En silencio también se puede boicotear un referéndum. Se trata de no aparecer, de hacer ver que ese domingo es igual que otro, de conjugar el ‘tanto me da’ hasta llegar al ‘allá ellos’. Y caminar por aquella fina línea que va entre los que quieren hacer el referéndum a cualquier precio y los que lo quieren evitar a toda costa. Quizás en este punto conviene recordar que el referéndum se podrá votar a favor de una Cataluña independiente pero también a favor de aquellos que incluso no quieren ni que se vote. Son paradojas de la democracia. Porque si las soberanías deben ser compartidas deben serlo de verdad. Si no, lo que se comparte es la sumisión. No hay nada más aventurado que un referéndum sin permiso del Gobierno, cierto. Pero no hay nada más poco soberano que esperar un cambio en España para poder hacerlo.

 

 

¿Imposible?

Odei A.-Etxearte

El anuncio de la fecha y la pregunta del referéndum pone definitivamente a prueba la capacidad del gobierno de Carles Puigdemont para organizarlo. Desde Madrid insisten en que no habrá urnas, pero no acaban de aclarar qué harán para detener la consulta. La concreción de la fecha y la pregunta, además de situar la votación en el calendario, reviste a la Generalitat de credibilidad cuando basta que difundan que el único propósito del gobierno catalán es convocar el referéndum sin llegar a hacerlo. Ya demasiado tarde para una claudicación a cambio de nada, pero hay quienes creen que el miedo tendrá efecto. En el ejecutivo, sin embargo, ya han cerrado filas. Garantizan que van a por todas y que están dispuestos a asumir las consecuencias. Todas las consecuencias. En el peor de los casos habrá sido un intento fallido que fijará un techo de cristal a romper en el próximo intento. En el mejor caso, nada está escrito. Ya pueden ir repitiendo que es imposible.

Para impedir el referéndum, el gobierno español tendrá que hacer malabarismos. La intervención en Cataluña deberá ser quirúrgica y, al mismo tiempo, efectiva. Las actuaciones deberán ser las mínimas posibles para que el incendio catalán no reavive con más fuerza y se les descontrole por completo. El PP, sin embargo, también deberá contentar a su ala dura y necesitará exhibir una firmeza que difícilmente casará con el paradigma de la «proporcionalidad» esgrimido hasta ahora. Todo ello, asumiendo el riesgo de dañar definitivamente una institución del Estado tan esencial como lo es el Tribunal Constitucional, al que Rajoy podría enviar primero a morder al Govern promoviendo suspensiones de cargos sin derecho a la defensa ni garantías judiciales de ningún tipo.

Quizás España pueda hacer valer todos los mecanismos de que dispone, como Estado que es, para detener como sea el referéndum. Pero en esta empresa no sólo puede ensuciar aún más su imagen internacional, sino que puede asegurar a la larga un triunfo imparable del independentismo, empujando sectores hasta ahora contrarios a la unilateralidad a situarse junto a las urnas. Ya se sabe: ante algunos ataques, la equidistancia será imposible de sostener. Y así es como el gobierno español hará, tarde o temprano, posible lo imposible; exhibiéndose como un Estado autoritario que habrá perdido definitivamente la capacidad de seducción, incapaz de entender que las fronteras ya no se defienden con armas sino con ideas, proyectos y favoreciendo el compromiso ciudadano en el otro lado. Coinciden insignes exrepresentantes del ejecutivo español, aunque lo hayan admitido con la boca pequeña y en ‘petit comité.

«La independencia es un gran proyecto, el derecho a decidir es un eslogan magnífico y echo de menos que al derecho a decidir sólo se responda con la ley y la Constitución. El Estado y todos los que hemos representado al Estados hemos hecho desistimiento de responsabilidades, nos ha faltado un proyecto para Cataluña». Lo decía hace pocos días Alfredo Pérez Rubalcaba en un acto con antiguos portavoces del Ejecutivo explicado en El Mundo. No difiere mucho de la opinión de Josep Piqué: «O hacemos mucha más pedagogía para explicar que España es un proyecto sugestivo, o los que ven en España un mal negocio nos acabarán ganando la batalla». Probablemente, han llegado tarde.