Somos una matraca

Para la vicepresidenta del gobierno español no somos una nación: somos una matraca. Hace una semana, en La 1, y con esa desenvoltura que la caracteriza -y una franqueza que hay que saber valorar-, dijo que no podemos «estar tantos años con la matraca del independentismo, que no lleva a ninguna parte», y que «ya está bien de este rollo». (Para Pedro Sánchez, mucho más comprensivo -próximo a aquel talante del Zapatero que tanto cautivó a los socialistas catalanes-, España es un Estado plurimatracal, eso sí, siempre que la soberanía de quien haga rodar el instrumento ruidoso sea de la única y gran matraca española).

Según Joan Coromines, la palabra matraca viene del árabe matráqa con el significado de martillo, y deriva de táraq, «pegar, dar golpes». También se utiliza en el sentido de «broma pesada». Y según el Diccionario Catalán-Castellano-Latino de 1803-1805, apunta Coromines, dar la matraca significa «insistir con inoportunidad en algo que enfada». Pues eso: para la vicepresidenta del gobierno español, el independentismo es un martillo que golpea, una molestia sonora, una broma pesada, una insistencia inoportuna que la enoja. En definitiva, somos unos ‘tocapelotas’ a los que hay que hacer callar.

La franqueza de la vicepresidenta delata lo que ya imaginábamos: que la propuesta de diálogo no era sincera. Mal se puede proponer un diálogo con gente que hace ruido sólo para molestar. También muestra que en España nunca se han tomado en serio ni las advertencias previas ni las movilizaciones posteriores. Desde el 2007 el presidente Montilla les iba avisando del creciente desafecto hacia España. Y en 2009, a iniciativa de los diarios catalanes unionistas, se advertía de las «irreparables» consecuencias que podía tener una mala sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. O vayan a saber los toques de atención discretos que habían ido recibiendo. ¿Y las movilizaciones? Ganas de molestar.

El desahogo de la vicepresidenta, más que ninguna otra declaración oficial, ahora que ya estamos en la fase final, culmina la actitud de menosprecio y arrogancia con la que se trató la propuesta de reforma del Estatuto y el rotundo fracaso de este último gran intento de acuerdo pactado según las reglas constitucionales. Y sobre todo hace transparente, más allá de de inmemoriales malos tratos, la voluntad explícita -pero fallida- de humillación a la que se ha querido someter la dignidad nacional de los catalanes en los últimos diez años. Del cepillo de Guerra a la matraca de Soraya Sáenz de Santamaría.

Ahora bien, lo más grave de las palabras de la vicepresidenta es que ponen en evidencia una total incompetencia para entender el conflicto con Cataluña que deriva de una nula capacidad para entenderse ellos mismos como nación. Quiero decir, la total incapacidad para repensar y actualizar las bases de la nación española, de revisar críticamente sus orígenes, la evolución, las crisis y, ahora, las inútiles estrategias de supervivencia. Ya me gustaría pensar que la voluntad de independencia hubiera sido resultado de un ataque unilateral de dignidad nacional. Pero, al menos en la génesis de la actual emergencia, sobre todo ha sido la expresión del fracaso de un proyecto de España, insostenible por completo en el siglo XXI.

Al independentismo se le puede acusar de insolidario, de tener tics autoritarios, de dividir la sociedad catalana, de dejar a Cataluña aislada para siempre en el espacio sideral, de ir en contra de unos tiempos favorables a las grandes unidades… A todo esto ya se ha ido respondiendo, y me atrevería a decir que se ha sabido desmentir con todo tipo de pruebas. Ahora bien, si el análisis final es que somos una matraca, una broma pesada, una molestia que se debe acabar, aquí se acaban todos los argumentos. Y hay que entenderla como una declaración unilateral de expulsión de la nación -la matraca- catalana de su proyecto político.

ARA