Verbos irregulares

Los verbos irregulares tienen conjugaciones singulares, características, con desinencias diferentes a las habituales en los verbos regulares, dado que no se rigen por las mismas reglas de conjugación de la mayoría de los verbos. Son, pues, verbos poco numerosos, pero, en cambio, algunos de ellos suelen ser los más empleados en una conversación convencional, como por ejemplo SER y TENER. Son, precisamente, estos dos verbos en torno a los cuales gira el actual proceso soberanista catalán o, si se quiere, el conflicto hispano-catalán o catalano-español, da igual.

La cosa podía resumirse así: España sabe que no somos, pero que nos tiene. Nosotros sabemos que somos, pero no nos tenemos. Aunque pueda parecerlo, no se trata de un trabalenguas o de otro tipo de juego lingüístico para filólogos aburridos. Salvo una minoría más intelectual, ilustrada o liberal, entre las fuerzas políticas españolas mayoritarias a lo largo de la historia, hay una concepción de la identidad nacional absolutamente uniforme, basada en unos rasgos identitarios inamovibles, estática por completo ante los cambios de la sociedad y nada dinámica, muy esencialista e incluso étnica, pues. Desde esta visión del hecho nacional, conocen perfectamente que los catalanes no encajamos en su definición convencional de españoles, y, por tanto, que no somos españoles, ni por la lengua, ni por la cultura, ni por la historia, ni por la estructura económica, ni por la conciencia, ni por la voluntad. Pero, al mismo tiempo, también saben que, a pesar de no ser lo que ellos son, nos tienen. O, al menos, nos han tenido hasta ahora.

Curiosamente, una de las afirmaciones más habituales entre los contrarios al derecho de autodeterminación de Cataluña y a la soberanía nacional del pueblo catalán es aquella que concluye, con tanta naturalidad como contundencia, que «Cataluña es de España», que el propietario de Cataluña no es el pueblo catalán sino España, que nosotros podremos ser tan catalanes como queramos, pero que los catalanes no tenemos Cataluña, porque la tienen ellos, de acuerdo con la legalidad vigente. Cataluña, pues, no nos pertenece a nosotros, sino a ellos.

Contrariamente, por nuestra parte, el fenómeno se produce a la inversa. Somos, pero no nos tenemos. De hecho, sin embargo, nuestra identidad catalana, al contrario de la española, no es estática sino dinámica, en movimiento continuo. Sobre la base de una concepción de la nación como espacio compartido de intereses, referentes y emociones, se va construyendo una identidad común, llena de matices, que tiene en la voluntad de ser el factor determinante de la nacionalidad. Esta identidad, construida entre los catalanes de toda la vida y los que han decidido tener por delante toda una vida como catalanes, no se mantiene inalterable con el paso de los años, sino que se va conformando con las diferentes aportaciones humanas que confluyen en la sociedad actual y los cambios globales de nuestra época, en todos los ámbitos.

Catalanes de origen y catalanes de destino, pues, formamos un solo pueblo, el mismo pueblo. Y por más que el pasado no sea el mismo para todos, sí puede serlo el futuro si así lo queremos y lo decidimos. Esta concepción dinámica y democrática de la catalanidad, porque es de adscripción voluntaria, y no pide a nadie renunciar a la identidad originaria para compartirla con la que se ha adquirido como nueva, tiene un problema: no tiene la propiedad legal del país. Somos catalanes -catalanes de todos los orígenes y acentos-, pero Cataluña no es nuestra, no nos pertenece, porque según las leyes en vigor Cataluña no es de los catalanes, sino que es de otros.

El sentido de la lucha actual del pueblo de Cataluña es, pues, muy claro: hacer que el país pertenezca, legalmente, a los catalanes. Y como ha ocurrido siempre con todos los grandes cambios que han hecho avanzar la historia, cuando la ley en vigor no permite una demanda social justa no queda más salida que combatir la injusticia legal con una legalidad nueva y justa. Es por eso que lo que protagonizan los ciudadanos anónimos de este país es una verdadera revolución, la más pacífica, más democrática y más festiva que ha visto nunca Europa. «Revolución de las sonrisas», la llamó alguien, pero revolución al fin. Y ya se sabe que todas las revoluciones provocan siempre, a derecha y a izquierda, incomodidad y pánico entre la casta, por más que esta hable catalán, aunque sea en la intimidad. O quizá tampoco…

EL MÓN